Una Constitución para ser reformada

Una Constitución para ser reformada

Al comentar el rumbo que lleva la Asamblea Nacional en la aprobación del proyecto constitucional del presidente Leonel Fernández, ahora bendecido por la facción perredeísta que encabeza Miguel Vargas Maldonado, un acucioso empresario decía en días pasados que veía claro que esta nueva carta magna “quedará lista para ser reformada”.

Obviamente que el comentario fue fruto de la extraordinaria capacidad del interlocutor para los cálculos, no sólo matemáticos sino también políticos e históricos. Tomaba en cuenta que la Constitución dominicana está a punto de sufrir (verbo correcto) su trigésimo séptima reforma, que es decir una cada 4.4 años.

La que se discute ahora será la tercera reforma de los últimos 15 años, manteniendo un promedio apenas ligeramente superior al que ha predominado en los 165 años de vida republicana. Pero nadie debe consolarse con ese pequeñito incremento en el promedio, porque supuestamente hace tiempo que alcanzamos la estabilidad  democrática y que el 4.4 fue fruto de la anarquía de los primeros cien años de la nación. El mayor período que ha regido una Constitución fueron los 28 años de la de Joaquín Balaguer, proclamada en 1966. 

Ésta, la Constitución de Leonel Fernández, comenzó mal desde el momento en que su patrocinador desechó el compromiso político, muchas veces ratificado, de convocar una Asamblea Constituyente por elección popular. La Asamblea revisora ha dado tumbos y retrocesos, evidenciando una vez más los inconvenientes de un mecanismo excesivamente limitado por los intereses políticos coyunturales.

La constitucionalización del precepto religioso sobre el inicio de la vida, la exclusión radical de los hijos de extranjeros indocumentados y la reunificación de las elecciones presidenciales, congresionales y municipales en un mismo día han sido tres  terribles traspiés, que todavía algunos esperan que puedan ser rectificados. Y ahora amenazan con enviar las contenciones electorales a los tribunales ordinarios.

Me cuento entre los defensores de la vida, pero de todas las vidas, razón suficiente para considerar prehistórico consagrar en la Constitución un planteamiento que desconoce el derecho a la vida de las mujeres, que en determinados casos tiene que prevalecer sobre un germen en gestación entre dos células y hasta en laboratorios. Respeto a los que creen que la vida es inviolable desde el instante de la concepción, pero como se trata de algo en eterna discusión científica, no creo que deba consignarse en la Constitución. Tiene que haber una fórmula transaccional que deje ese asunto al nivel de la ley, como la propuesta por el presidente de la Cámara de Diputados, Julio César Valentín, retomada esta semana por el presidente Fernández.

En cuanto a la exclusión del derecho a la nacionalidad de los nacidos en el país hijos de residentes indocumentados, algunos creen erróneamente que solucionará el grave problema inmigratorio que los intereses económicos y la corrupción auspician. En realidad sólo servirá para crear un ghetto permanente, para justificar la negación y hasta el despojo de la nacionalidad que se ha venido practicando con cientos de miles de descendientes de haitianos nacidos aquí, que viven y morirán en esta tierra y a quienes no dejamos la opción de consustanciarse con ella. Comparto los criterios del Foro Ciudadano, el Centro Bonó y el Servicio Jesuíta para Refugiados y Migrantes de que lo aprobado viola cuatro acuerdos internacionales y ocho principios de derechos humanos suscritos por esta nación.       

Unir las elecciones en un mismo día, separadas por la reforma de 1994, es un retroceso antidemocrático, camino fácil para no asumir la reglamentación de las campañas electorales, pero que disminuye la importancia de los poderes legislativos y municipales en el altar del presidencialismo, y promueve el arrastre. Si han de ser en el mismo año deberían estar separadas siquiera por tres meses, primero las congresionales y municipales.

Finalmente es ridículo pretender traspasar la función de contención electoral a los tribunales ordinarios, supuestamente por razones económicas. Si hay tribunales especiales de tierra, tránsito y violencia intrafamiliar, se justifica sobradamente con la delicada función electoral. Hace tiempo que hay consenso para separar las funciones administrativas de las contenciosas en materia electoral, con dos organismos totalmente autónomos para que nadie sea juez y parte, que es la tendencia moderna. Bastaría un tribunal de tres jueces, con un elemental aparato administrativo.

Ojalá le entre un golpe rectificatorio a los asambleístas y que frenen el entusiasmo desbordado por la promesa de ser reelectos ahora por seis años, implícita en el reciente parto (así mismo) Leonel-Miguel.

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