Una reputada cadena de noticias norteamericana, de inclinación republicana o conservadora, acaba de publicar la opinión de un profesor universitario cuyo nombre no quiero recordar, según quien la “solución” más conveniente a la eterna crisis haitiana sería la fusión de ese país con la República Dominicana.
Este despistado aspirante a ingeniero social, a quien se le debe haber indigestado –si es que la probó- la lectura de Popper, propone la horrorosa idea que cree realizable sencillamente desde una perspectiva de negocios. Sería “business”, un “deal”, en que ambas partes aportarían sus respectivas fortalezas para resolver sus debilidades.
Digo que Popper se le atragantó, porque desde que a finales del siglo XIX académicos europeos comenzaron a jugar con distintas nociones de ingeniería social, los más brillantes resaltaron que una condición indispensable es el consentimiento popular, no sólo mayoritario, sino inequívocamente consensual entre los grupos con interés distinto cuyo destino estaría sujeto a experimentación política.
Todas las malas razones invocadas para justificar una imposible unificación de los dos estados con distintos pueblos que conformamos la isla de Santo Domingo, no sirven para borrar la profundidad del abismo cultural que nos separa: idioma, religión, hábitos y costumbres, economía, sistemas políticos y un larguísimo etcétera.
Pero sin embargo, compartir una historia entrecruzada en territorios adyacentes, la creación de un mayor mercado, eliminar tensiones por fricciones fronterizas o inmigratorias, asimilación de una economía mucho menor por otra más próspera, son razones que sí podrían aplicarse a otros vecinos, como por ejemplo los propios Estados Unidos con México. Tanto les ha gustado históricamente a los del Norte las tierras de los del Sur, que se apropiaron por distintas maneras, ninguna muy santa, de California, Nuevo México, Nevada, Texas y otras enormes porciones de territorio que eran originalmente de México.
¿Qué decir de Canadá? La frontera entre Canadá y Estados Unidos es tan porosa que pudiera no existir. Cultural, económica, geográfica y políticamente no hay dos países más afines. ¿Por qué pues no fusionarlos para con las enormes riquezas canadienses y su bajísima densidad poblacional extender al siglo XXI el destino manifiesto norteamericano y solucionar sus actuales problemas financieros, ecológicos y sociales? ¡Un gran negocio!
Dado que no quisiera cometer la misma pifia que el proponente de nuestra integración con Haití, sólo hay un pero (recordando a Popper): ¿qué dirán gringos, mexicanos y canadienses de tan genial idea?