Una cosa tenebrosa

Una cosa tenebrosa

PASTOR VÁSQUEZ
Horas después la gente comenzó a correr hacia el pueblo. Los familiares se adelantaron a montar guardia en el cementerio y los demás se fueron, curiosos, al cuartel a seguir la investigación del sargento Manzueta.

Entonces, un hálito de esperanza cubrió los cielos de Ceiba 12.

«El muchacho no está muerto na´. Lo vendieron como un animalito y ahora venían a sacarlo del cementerio», gritaba la gente.

Doña Kika, que era la mujer más estrepitosa del pueblo, decía que al hombre lo habían vendido en un lugar llamado Mata Los Indios, que queda más allá de San Luis.

«Allí hay un brujo que tiene un espejo y en ese espejo él le presenta a su enemigo. Usted lo puede ver clarito, sí señor, y entonces el brujo le pregunta que usted quiere que hagan con él y luego le da tremenda estocada y del espejo brota ese borbotón de sangre».

¡Ave María purísima!

Y en el cuartel había tremendo lío. El sargento Manzueta sudaba, con su barriga de marrana preña, y una macana grande como un bate con la cual mantenía a raya a los curiosos.

«!Yo soy aquí la autoridad, coño, y naidien carajo puede tomai la justicia con su propia mano, a mi me dicen Candelo y atrévase uno a pasai esta pueita». El sargento Manzueta, que era de Yamasá, pero hablaba cibaeño, estaba regao, y la multitud seguía presionando, con palo, machete, piedras y cuchillos frente al cuartelito, pintado de verde, y construido en madera rústica.

De todos modos, los muchachos estábamos tristes, aunque con algo de esperanza. El pobre Jerónimo había muerto así no más, como un pajarito, y después de tanto grito, después de un homenaje de nosotros, los peloteros, y los muchachos del coro de la Iglesia, venían a decir que él no estaba muerto na´, que lo habían vendido por un lío de faldas en Mata de los Indios.

Y sucede que Jerónimo era un muchacho muy querido, mulato, alto, tocador de atabales y cuarto bate del equipo juvenil.

Esa tarde echábamos un desafío(*) en el estadio Cristóbal Mercedes, cuando a Jerónimo le atacó esa cosita en el pecho.

«Me siento mal, tengo un dolorcito», dijo, y luego fue a sentarse en la raíz de un árbol gigante y allí quedó el muchacho.

Se dice que Jerónimo, que ya estaba en la edad en que un torbellino de deseo hierve en la juventud, se fue a Mata de los Indios y se enredó con una mujer que antes fue mujer de un guardia campestre. En eso anduvo hasta que el hombre lo encontró en una barrita de mala muerte echando tragos en el buche.

«Mire, usted, forastero, se me va de aquí. Esta misma tarde o sabrá lo que le espera», y el hombre agarró la mujer por un brazo y dejó a Jerónimo sentado allí con la vergüenza.

La gente decía que ese hombre fue quien le echó la vaina a Jerónimo, y qué sé yo.

Ahora volvamos al cuartel, donde dejamos al sargento Manzueta verdaderamente regao con la gente que pretendía linchar a un barbú y a un corbejú, de esos que le llamaban jipe o tineye. Eran dos hombres raros que no parecían de por aquí. Tenían camisas estrechas, pantalones de brillo y botas de hule.

Uno de ellos, el más viejo, como de 35 años de edad, tenía los ojos como un carpintero picador. Yo creía que era algún secretario del infierno. Estaba asustado el hombre.

Entonces, el sargento Manzueta cerró la puerta del cuartel y comenzaron los interrogatorios. Luego salió y la gente se puso a la expectativa.

«Se me van to´ de aquí, buenos animales, carajo, iban cometé una injusticia. Estos hombres son cantantes de San Luis, amigos del difunto, y llegaron tarde al funeral. Luego decidieron ir al cementerio a poné, coño, unas flores. Y ustedes, buenos pendejos, pensaban que ellos venían a sacar al hombre de la tumba».

Y allí mismo se dispersó la multitud.

(*) El desafío es un juego de pelota informal

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