Una crónica de Alanna Lockward
Puente La Reina-Stella/ 22 km. Miércoles 26 de julio

<STRONG>Una crónica de Alanna Lockward<BR></STRONG>Puente La Reina-Stella/ 22 km. Miércoles 26 de julio

Tuve que quedarme en Estella un día entero para aliviar con masajes el dolor en la rodilla. Esta es la entrada de mi diario:
“En Estella un gurú vasco de filiación inca me dió un segundo masaje de emperatriz. La santidad lo abandonó al final cuando comenzó a tocarme los labios, la cabeza, la nariz y el bajo vientre. En su momento el gurú inca-vasco me anunció que se disponía a interrumpir este masaje “de excepción” para “no llegar a excederse”.

Acepté su planteamiento solicitándole un vaso de agua y aprovechando su ausencia, me vestí. Cuando regresó le agradecí el segundo masaje gratuito con una barra de chocolate y una rosa blanca que había comprado en el mercado, bebí del vaso  y regresé al albergue.”

Estella parece sacada de uno de esos libros de cuentos donde la princesa espera, los dragones acechan y los caballeros luchan. Los edificios de piedras volcánicas imponentes, las calles empedradas, los balcones de madera con flores de todos los colores, las escaleras, la fuente con el agua más pura de toda España -como afirma un viejito casi ciego que sólo bebe de ella- los puentes y hasta los perros ofrecen un visión de ensueño, sencillamente maravillosa, perfectamente restaurada y conservada; el ideal de un viajero sobre un pueblo europeo con atmósfera de siglos de historia y tradición. Estella es eso y también el hábitat supergaláctico, metrodinámico y estratosférico de las moscas más cariñosas del mundo.

Cuando se termina el desayuno, a eso de las 8 de la mañana, los hospitaleros (nombre tradicional de los encargados del albergue) fumigan el comedor, momento en que las moscas descansan su merecida siesta matutina tras haber trabajado incansablemente las 22 horas previas puliendo en cada milímetro de superficie orgánica o inorgánica el reflejo de su poderío. A eso de las 10 regresan las comprometidas, las que luchan toda la vida -las necesarias- en tímidas docenas. Son ubícuas y desconcertantes, cavernícolas y contemporáneas, su aleteo incansable hace que cada segundo del día la decisión de ignorarlas resignadamente o enfrentarlas con estrategias químicas sea cuestión de vida o muerte. Aceptarlas como una parte inseparable del paisaje, de las “vivencias del peregrino”, o investigar su origen y elucubrar sobre el remedio definitivo de la peste: en las 24 horas de mi descanso forzado en Estella la cuestión de las moscas acaparó sensiblemente mi atención.

Conocí un peregrino que había hecho el Camino 16 veces; vivía la mitad del año como albañil en Barcelona y la otra se dedicaba a viajar por toda España en una bicicleta rarísima diseñada por él mismo. También a un chico muy rubio y guapo, -y muy joven- holandés, que hacía el Camino inspirado por un amigo judío que iba a Compostela para honrar la memoria de su abuelo, un rabino que se sentaba siempre sobre la misma piedra. A la muerte del abuelo, el nieto se propuso llevar la piedra a la tumba del apóstol Santiago y su amigo, que jamás había escuchado hablar de peregrinaciones, decidió acompañarle a su propio ritmo que incluía algunas noches de parranda. El chico holandés resentía muchísimo el horario de casi todos los albergues; a las 10 de la noche le sobraba energía para salir de juerga y no era “justo” que a esa hora cerraran las puertas. Estudiaba diseño de modas; me enseñó sus bocetos y hablamos de la relación entre el arte y el diseño, de la posibilidad de ser aceptado en la Universidad de Arte de Berlín, de que se iba a quedar al día siguiente para ver a los toros correteando gente por la calle, de esto y el otro. Varias etapas más tarde me lo encontré caminando sin mochila entre San Juan de Ortega y Burgos; sólo llevaba la libreta de bocetos que olvidó tras una noche de juerga en algún bar. Caminaba desinflado, sin fuerzas suficientes ni para colorear su irritación: Entre ambos lugares no circulan autobuses. El Camino tiene una manera muy amena de meterte en el presente, y a su propio ritmo.

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