Una cruzada por la vida

Una cruzada por la vida

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Mil duendes parecían escaparse en cuanto ella aparecía. Tomaban las calles, comenzaban a hacer travesuras y, como si quisieran retarnos, nos invitaban a salir y a descubrirlos. Con ellos, la ciudad se convertía en algo mágico, lúdico, especial.

Hoy la realidad es muy distinta. En cuanto la noche llega, todos se esconden y se resguardan. Estos nuevos tiempos, aquellos que auguraban ser mejores, sólo les han traído peligro y aburrimiento: ya no pueden, como antes, andar descubriendo nuevos recovecos ni jugando a ser libres.

Al verles así, encerrados, no puedo más que pensar en lo triste que ha sido condenar a nuestros jóvenes espíritus a un ostracismo que tiene muy poco de voluntario y mucho de prudencia. Pero, ante los absurdos embates de la violencia, ¿qué otro remedio queda?

Con unos ciudadanos que salen armados hasta los dientes vayan donde vayan y no les tiembla el pulso para desenfundar sus armas y disparar, cada vez somos más los que decidimos apostar por el encierro y la seguridad: es mejor pecar de mojigato y no terminar siendo víctima de una bala equivocada.

Dejando de lado la pérdida de nuestro albedrío, es oportuno que pensemos en el punto más álgido de la degradación a la que hemos llegado: la gente se está matando por tonterías y, producto de ello, son muchos los que sienten miedo ante la posibilidad de que la tragedia pueda tocar a sus puertas.

Basta pensar en la muerte de los tres muchachos que perdieron sus vidas en Loft el miércoles pasado, para ver lo que hemos hecho con nuestra sociedad. ¿Cómo es posible que tres personas se enfrenten a tiros a causa de una discusión generada por la reservación de una mesa y, posteriormente, por las insinuaciones que se le puedan haber hecho a una muchacha?

Por más que se hayan caldeado los ánimos, estas muertes se pudieron haber evitado. Para comenzar, en cuanto comenzaron los enfrentamientos físicos debieron haber llamado a los agentes del orden o haber sacado a uno de los grupos afuera, asegurándose de que se marcharan antes de que salieran los demás.

Otra forma de evitar este tipo de incidentes, y es la más certera, es desarmando a la población. No es posible, en un país en el que evidentemente se ha perdido todo el respeto por la vida, que la gente porte armas de fuego (del calibre que le dé la gana, por demás) con tanta tranquilidad.

En caso de que ninguno de esos chicos hubiera tenido un arma, el problema se hubiera zanjado con algunos puñetazos y un par de ojos morados. Se hubieran evitado, por tanto, la sangre, las lágrimas, las funerarias y los entierros.

Pero el incidente que tuvo lugar el domingo en Los Mameyes es todavía más inaudito: dos personas se enfrentan a tiros por el tapón de la gasolina de una motocicleta, llevándose consigo a otros dos que aparentemente no tenían nada que ver con ese asunto.

Aunque parecen distintos, ambos casos ofrecen una lectura muy clara de lo que está pasando en el país: estamos creando una generación de sociópatas que terminarán de destruirnos porque no seremos capaces de controlarles.

Todos los muertos, siete en total, son jóvenes de más de veinticuatro años pero menos de treinta y tres. Pero, a pesar de que fueron educados en contextos distintos, la mayoría demostró que tenía una personalidad violenta e incontrolable.

Esto nos obliga a replantearnos la forma en que estamos educando a nuestros hijos porque, evidentemente, estamos fallando como padres. ¿Será que, en nombre de las nuevas teorías, la paternidad se ha vuelto demasiado complaciente, ciega y estúpida?

No soy de las que cree que se debe educar a base de golpes, castigos desmedidos, frases hirientes y altas dosis de desprecio. Pero tampoco, tal como a muchos les sucede, con desidia y permisividad.

Hay que estar pendientes de los hijos. Hay que orientarlos y educarlos para el respeto, la verdad, la honestidad, la justicia… el bien. También tenemos que tomar conciencia y luchar por recuperar el país seguro que teníamos. De esta manera, haremos una cruzada por la vida.

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