Una democracia sin suecos

Una democracia sin suecos

ENRIQUE SOLDEVILLA ENRÍQUEZ
Somos participantes de un mundo cada vez más integrado y mejor interconectado, provocador de modificaciones del sistema internacional que obligan a un reacomodo de las partes que conforman su estructura. En este contexto, los estados nacionales enfrentan el desafío de la adaptación al cambio, invirtiendo en educación y cultura como condición inaplazable para su reinserción competitiva en el nuevo sistema internacional. 

Como se conoce, ese proceso globalizador transcurre de modo asimétrico entre los países altamente desarrollados, los de un desarrollo económico intermedio y los de un subdesarrollo depauperante. En consecuencia, el reposicionamiento dentro del proceso globalizador, las ventajas, desventajas, retos y oportunidades, dependerán de la posición de cada país en la escala antes referida. Pero los que hayan invertido más en educación, aquellos que fomentan el capital humano, poseerán mayores ventajas competitivas.

En América Latina este “golpe de modernidad” exige adaptarse al cambio, buscar el nuevo queso de la praxis democrática, como obligación previa para la competitividad en todos los órdenes del quehacer humano; requiere superar los viejos esquemas de gestión política, desmontando el falso axioma protodemocrático de que los partidos políticos, subsidiados por el erario público, constituyen el principio y el fin de la democracia. Impulsa a abrirle camino al precepto de que la Ley es el único y verdadero elemento central y ordenador de la vida en democracia. Esta convicción excluye cualquier otra construcción teórica que desplace o menoscabe el rol protagónico del imperio de la Ley dentro de la convivencia democrática moderna.

Experiencias de nuestra contemporaneidad, como los procesos de descolonización y las conquistas de los derechos civiles en los Estados Unidos y en Sudáfrica, así como de los movimientos ecologistas del siglo XX, invitan a reflexionar que una mayor o menor calidad del desempeño democrático es resultado de la mentalidad, de la actitud y de la conducta de los ciudadanos. Por eso se desarrolla, se tuerce y se auto-reproduce permanentemente en la dialéctica del contenido y de la forma con que los hombres la recrean, generalmente a conveniencia de intereses sectarios. Pero el derrotero democrático actual busca la consolidación de espacios de multi participación política que tienen su punto de partida, de equilibrio y de ordenamiento en la Ley, pues las citadas conquistas de los derechos civiles fueron posibles porque existía y funcionaba como valor inamovible, en la conciencia social, el referente conceptual del imperio de la Ley.  Y para que la Ley sea la columna central de la democracia moderna, es imprescindible comprender la importancia de la cultura, incluída en ella la conciencia ética, en la construcción de ambas: de la ley y de la democracia. De modo que abogar hoy por la democracia, en la alborada de un nuevo siglo, mediante la cultura, debiera ser la más legítima de las convocatorias para dejar atrás todo el salvajismo y la mediocridad que aún nos vician.

El “golpe de modernidad” obliga a la inversión social como única vía de superar el subdesarrollo económico; a cultivar el pensamiento cívico, legalista, cooperativo y solidario dentro de la comunidad, a fomentar la idea de que democracia es algo más que la existencia vegetativa y simbólica del pluripartidismo; algo más que la letra amañada o que el espíritu preterido de una Constitución y que cualquier procedimiento electoral. Obliga a educar en la idea renacida de que el imperio de la transparencia y de la institucionalidad son factores que encauzan la auto-reproducción del sistema socioeconómico en la ruta del desarrollo. Obliga, en suma, a ocuparse de los demás, a invertir en infraestructura, erradicar la insalubridad, el analfabetismo, el desempleo y, sobre todo, la mediocridad política  que bloquea el progreso hacia una sociedad competitiva dentro de un mundo interconectado y cambiante.

La funcionalidad real de las instituciones fomentadoras de la democracia moderna no requiere la inmigración de suecos. Depende de la cultura de los hombres y de la voluntad política altruista con que hayan sido concebidas. Si son estructuradas con genuino humanismo ,podemos estar seguros de que tales instituciones van hacia la democracia y de que ésta viene hacia nosotros.

hsoldevilla@hotmail.com

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