“No me arrepiento de lo que hice, caí preso por trabajar; es cierto que busqué esos haitianos, pero no para traficar con ellos”. Las declaraciones del alcalde municipal de Las Yayas, en Azua, durante la audiencia en la que un tribunal le impuso un millón de pesos como medida de coerción por trasladar obreros haitianos ilegales hacia una finca de su propiedad son las palabras de un “hombre desesperado”, como se describió a sí mismo. La pérdida de 80 mil matas de aguacates por falta de obreros son la razón, según explicó el alcalde, de esa alegada desesperación, un verdadero drama que afecta a los productores de la franja fronteriza debido al rigor conque se están aplicando los controles en la zona, lo que por supuesto se encomia y aplaude. Pero la dependencia de los agroproductores dominicanos de la mano de obra haitiana, que no se limita a la frontera y se replica en la casi totalidad de nuestros sectores productivos, no puede seguir manejándose como un episodio aislado y anecdótico como el caso del “desesperado” alcalde de Las Yayas, pues se trata de un problema muy serio al que se está dejando creer y crecer hasta que se convierta, por sus dimensiones e implicaciones, en algo inmanejable. Y lo peor del caso es que, el día que eso ocurra, será demasiado tarde para revertir el daño causado por las omisiones de un Estado indolente y corrompido, el mejor cómplice que han podido tener los que durante décadas se han lucrado de esa mano de obra barata pensando tan solo en sus bolsillos y cuentas bancarias sin medir las consecuencias de lo que un amigo llama, como quien advierte sobre una inminente catástrofe, la “desnacionalización” de nuestro aparato productivo.