Una etiqueta en la escuela

Una etiqueta en la escuela

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Era una típica mañana de esas en que el calor parece hacernos querer perder la razón. Entonces, armada de paciencia, decidí vestirme tal como demandaba la ocasión: con una blusa sin mangas que, aunque no era propia de trabajos formales, me vestía a la perfección para hacer el trabajo del día; ya sabía de antemano que iría a recorrer unas cuantas escuelas.

Fue así como me dispuse a la faena. Al principio no hubo ningún problema. Hasta que llegué a la Escuela República de Colombia y un mozalbete, con un dejo de arrogancia, me indicó que no podía entrar: mi indumentaria necesitaba más tela.

Asombrada, me miré de arriba hasta abajo. Mis pantalones negros, para nada apretados; mi blusa de tirantes, sin un dejo de mal gusto u obscenidad; mis gafas sobre la cabeza, hablando de un momento de informalidad… pero no, pese a que estaba discreta no podía pasar.

Salí. Antes, miré a mi alrededor y vi un par de barrigas casi afuera que se ceñían en extremos de unas blusas con mangas y apenas dejaban respiro a los jeans extremadamente ajustados. Pero era yo la que estaba mal.

No discutí. Pero reparé, con indignación, que mientras se restringe con celo extremo el cómo se entra a las aulas, nadie piensa en lo que rodea a nuestras escuelas. Porque, ¿unos tirantes son más lesivos que las bancas de apuesta y los colmadones que están a escasos metros de casi todos los planteles escolares del país?

Mientras se intenta hacer acopio de una etiqueta tropical que es más propia de países nórdicos -a quién, con este calor, se le ocurre que hay que estar en todas partes y a pleno sol con sacos o, en su defecto, con camisas mangas largas-, todos olvidan lo lesivo que es el mal ejemplo que se le da a los niños que al salir de la escuela ven cómo los vecinos se “fajan” a beber y a jugar a toda hora del día.

Amén de que es necesario que se regule el tipo de negocio que debe rodear a las escuelas, también es oportuno que pensemos en las cosas que realmente tienen importancia. Por ejemplo, en lugar de establecer códigos de vestuario, deberíamos ocupar el tiempo en pensar en qué se debe hacer para evitar que en algunos centros educativos discriminen a los estudiantes.

Digo esto porque en la misma semana en que a mí se me impedía la entrada en una escuela a la que iba como visitante, a una niña de seis años se le negaba el cupo en un centro educativo porque su madre nunca la había llevado a las aulas.

A pesar de que Educación tiene un bonito afiche y un emotivo comercial en que doña Alejandrina insta a los padres a que lleven a los niños a la escuela, la titular de la cartera educativa desconoce que algunos directores de centros le niegan la entrada a los infantes bajo el alegato de que si aún no saben nada es porque tienen problemas de aprendizaje.

Y lo que más rabia da es que lo dicen sin saber, sin evaluar y sin ni siquiera mirar a la estudiante en cuestión. Bien lo sabe mi hermana Pilar que, por hacer un favor, se llevó un gran chasco en una escuela del Ensanche La Fe.

Suerte que apareció otro centro, mil veces más destartalado que el anterior, en el que la directora recibió a la pequeña y le comentó que suele albergar a todos los niños que no quieren en otro lugar.

La actitud de esa segunda directora, aunque loable para muchos, es la que deben mostrar todos los docentes del sistema educativo oficial. Porque educar no es hacer un favor; es una obligación del Estado.

Aunque no dudo de las intenciones de Alejandrina Germán, vale advertirle que hay directores de escuela que aún deben ser educados. Educados en la verdadera moral y en la misión que deben ocupar: enseñar a todos por igual. De no hacerlo, mancillarán todos sus esfuerzos.

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