Una experta aduladora

Una experta aduladora

Cuando detuve el vehículo en la calle Mercedes para llevar ejemplares de mis obras a la librería Filantrópica,  vi  acercarse a una mujer de amplias caderas y piernas gordas, mostrando una sonrisa que agrandaba su boca.

-¡Ay, me lo pusieron los reyes, y en el mejor de los momentos!

Saqué los libros que llevaba en dos fundas, y al cerrar la puerta del matusalénico Daewoo, la dama me estampó en las mejillas un par de besos chupópteros.

-Seguro que mucha gente le mete cuentos diciendo que leen sus obras, sin que eso se ajuste a la verdad, pero en mi caso tengo pruebas fehacientes de que soy su ferviente admiradora. Su estampa El peatón no es un ser humano podría repetirla de memoria desde la primera hasta la última frase, y lo mismo haría con  El falso intelectual.

Citó párrafos de ambos relatos, y confieso que sentí profundamente halagada mi vanidad literaria

-Como soy persona honesta, le diré que solamente he leído tres de sus títulos, que son los volúmenes uno y dos de sus Estampas Dominicanas, y una novela cargada de sinvergüencerías puteriles.

– ¿Se refiere a Las desventuras amorosas de un solterón?- pregunté.

-Exactamente, y tengo la sospecha de que se trata de una especie de memorias del autor- aseguró, con pícara expresión en el semblante.

-No necesariamente- repuse, rehuyendo su mirada escrutadora.

-Dejemos de lado las simulaciones; lo escuché decir en el programa de Bosco Guerrero que por esa novela Yvelisse estuvo a punto de ponerle el divorcio.

-Recuerde que la imaginación de los literatos es la materia prima de su oficio- manifesté, convencido de que realmente estaba frente a una asidua lectora de mis escritos.

-Ese es el cuentazo; creo que sería capaz de negar que Traicionero Aguardiente se compone de relatos sobre los jumos que se dio antes de que su esposa lo transformara en el hombre orgullo de nuestra sociedad que es hoy- afirmó con tono enfático de aparente sinceridad.

Abrí el baúl del carro y obsequié dos de mis libros a la efusiva señora.

-¡Gracias por comprar mis obras!- dije, sonriente y satisfecho.

-No las he comprado, me las prestaron tres amigos, y no las devolví- respondió, sin pedirme que le dedicara los ejemplares, y sin darme las gracias, y se marchó, contoneando las carnes de su nalguifundio.  

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