Una fascinación perenne
Tras los crímenes de El Destripador

<STRONG>Una fascinación perenne</STRONG> <BR>Tras los crímenes de El Destripador

POR ENRIC GONZÁLEZ/EL PAÍS
Mitre Square, cerca de Aldgate, es una placita pequeña, tranquila, perfectamente vulgar bajo la luz diurna. La oscuridad cambia el ambiente. Decenas de personas, más de un centenar a veces, se congregan casi cada noche en Mitre Square y miran un banco vacío.

Olfatean, escuchan, escudriñan las sombras e imaginan lo que ocurrió una vez en el lugar que ocupa el banco de madera: una mujer muerta, un ritual macabro, sangre, vísceras, y una silueta en fuga. Acuden a ese lugar, y a otros rincones del East End londinense, en busca del eco remoto de unos crímenes cometidos hace más de un siglo.

Apenas quedan testimonios físicos del Whitechapel de 1888. La iglesia blanca llamada Whitechapel, un par de pubs (el Ten Bells y el Princess Alice), ciertos espacios y los adoquines de entonces, como en Mitre Square. No importa. Prosigue la búsqueda del asesino más célebre de todos los tiempos. Jack, The Ripper (El Destripador), tan desconocido hoy como entonces, se ha convertido en un personaje mítico. En torno a él giran un saludable negocio turístico, un inagotable fenómeno editorial (las librerías de Londres disponen de expositores especiales, con decenas de tomos) y una legión de detectives aficionados. Existen, además, tres revistas monotemáticas: The Ripperologist, The Whitechapel Journal y Ripperana.

Frogg Moody, un cuarentón afable, forma parte de la red planetaria que persigue a El Destripador. Es, además, secretario de la Sociedad Whitechapel 1888, que analiza, debate y clasifica los hallazgos de esos extraños detectives, conocidos como ripperólogos. La sociedad, con más de 400 miembros en los cinco continentes, se llamaba, hasta hace poco, Cloak and Dagger Club (el Club de Capa y Espada). El nombre se cambió porque parecía poco respetable. La finalidad es la misma de siempre. «Ya sé, ya sé lo que está pensando», dice Moody, sentado a una mesa del Princess Alice. «Yo mismo me lo planteo con frecuencia», admite. «¿Cómo se puede pertenecer a un club que celebra unos crímenes horrendos? No puedo darle una respuesta concreta. Hay que separar lo que ocurrió, terrible, del actual juego de detectives. Y hay que tener en cuenta el especialísimo contexto social en el que apareció El Destripador, y las consecuencias de sus asesinatos. Somos historiadores, con todas las peculiaridades que usted quiera».

Repasemos los hechos. Los ripperólogos consideran que El Destripador cometió cinco asesinatos (cuatro, según algunos), denominados en la jerga del oficio eventos canónicos. La primera víctima fue Mary Ann, Polly, Nichols, de 43 años, hallada muerta en Bucks Row (hoy, Durward Street) a las 3.40 del 31 de agosto de 1888. La segunda fue Annie Chapman, de 47 años, hallada a las 6.00 del 8 de septiembre, en un patio de Hanbury Street. La tercera, la menos canónica, fue Elizabeth Stride, de 43 años, muerta a la 1.00 del 30 de septiembre en un portal de Berners Street (hoy, Henriques Street). Hay quien cree que El Destripador no pudo asesinar a Stride porque esa misma noche, en Mitre Square, fue degollada y mutilada Catherine Eddowes, de 46 años. El 30 de septiembre, en cualquier caso, es la fecha del llamado «doble evento», y atrae de forma especial a los ripperólogos. El 9 de noviembre, en un cuartucho de Dorset Street, apareció la última víctima: Mary Jane Kelly, de 25 años. Fue la víctima más atrozmente mutilada.

«Mire, mire». Lindsay Siviter, una joven rubia, coloca sobre la mesa una fotografía del cadáver de Kelly, tal como lo encontró la policía. El lector y este corresponsal prefieren ahorrarse detalles. La imagen, bastante conocida, resulta nauseabunda. Siviter es una chica simpatiquísima, empleada en un museo de Londres. De noche desempeña un trabajo especial: guía de recorridos a pie por los escenarios de El Destripador. «En 1988 yo tenía 12 años y la BBC, al cumplirse un siglo de los crímenes, emitió una película protagonizada por Michael Caine en la que se señalaba como sospechosa a la familia real. Aquella película me inoculó la obsesión y, ya ve, hasta hoy», explica. Siviter dedica todo su tiempo libre a hurgar en las hemerotecas. Prepara un libro sobre uno de los sospechosos tradicionales, el cirujano William Gull, médico de la reina Victoria. Y por las noches acompaña a los turistas.

«Lo primero que les digo», explica, «es que deben olvidar ciertos prejuicios, como la niebla. Ninguna de las noches había niebla. También conviene apartar el prejuicio del asesino con sombrero de copa y maletín: ésa fue una imagen difundida por la prensa popular de la época, convencida de que sólo un ricachón podía cometer impunemente aquellos crímenes».

Del asesino no se sabe nada. Actuó siempre en fin de semana, lo que hace suponer que de lunes a viernes estaba ocupado en algún tipo de trabajo. Mataba a las víctimas seccionándoles la yugular y luego se ensañaba con el cadáver.Era hábil con el cuchillo: se estima que destrozó el cuerpo de Eddowes, la víctima de Mitre Square, en menos de cinco minutos, y hablamos de alguien que no cortaba por cortar: extirpaba órganos y los colocaba ordenadamente en torno a la víctima. Eso es todo, más o menos. Lo demás pertenece al ramo de la especulación. Ni el apodo es auténtico. Las cartas que en 1888 recibió Scotland Yard con la firma «Jack, The Ripper» fueron escritas, en realidad, por un periodista de la Agencia Central de Noticias. De entre las famosas cartas, sólo una, encabezada con la frase «From hell» («Desde el infierno») y acompañada de medio riñón humano, supuestamente extraído a la cuarta víctima, cuenta con alguna mínima posibilidad de haber sido redactada por el huidizo psicópata.

¿Por qué aquellos crímenes alcanzaron de inmediato una celebridad planetaria? ¿Por qué siguen atrayendo la curiosidad de un público muy amplio? La primera pregunta la responde Donald Rumbelow, ex policía, ex director del Museo del Crimen de Scotland Yard y uno de los más respetados ripperólogos, en la introducción de The Complete Jack, The Ripper (1975), un clásico en la materia. Rumbelow indica que Whitechapel era, en 1888, un polvorín a punto de estallar. Casi un millón de personas, emigrantes en su mayoría, se hacinaban en un barrio maloliente y pobrísimo. Jack London pasó unas semanas en Whitechapel, en busca de emociones fuertes, y resumió sus impresiones en dos palabras: «El infierno». En cada habitación dormían, como promedio, seis personas. Abundaban el desempleo, la miseria y el alcoholismo. Las mujeres, como en el caso de las víctimas de El Destripador, recurrían a la prostitución para ganar unas monedas. La sociedad victoriana, a la vez puritana e idealista, sentía una mezcla de repulsión y fascinación por Whitechapel y el conjunto del East End.

Entonces apareció un asesino moderno: un tipo alienado que mataba por oscuras razones sexuales, pero no violaba. A Scotland Yard le costó mucho entender que se enfrentaba a un fenómeno nuevo, típicamente urbano. La novedad y la inusitada crueldad de los asesinatos despertaron un gran interés en Arthur Conan Doyle, que por entonces inventaba a su personaje Sherlock Holmes. También atrajeron al escritor socialista George Bernard Shaw, Nobel de Literatura, para quien El Destripador fue «un revolucionario» que «colocó la miseria de Whitechapel a la vista de todos».

En cuanto a la fascinación perenne de El Destripador, pesan ciertamente el misterio que envuelve al asesino y el juego de seguir buscando pistas sobre su identidad. Pero pesa también el morbo. Basta recordar algo sucedido hace poco, en una de las reuniones de ripperólogos de la Sociedad Whitechapel 1888. El club se reúne en el pub Princess Alice, un establecimiento que ya existía en la época. La escritora Patricia Cornwell publicó en 2002 un libro en el que identificaba a su propio sospechoso, el pintor Walter Sickert. Ahora reescribe el libro con el asesoramiento de Paul Begg, un reputado ripperólogo, y quiso anticipar algunas nuevas conclusiones ante un público de especialistas. Para ilustrar una cuestión concreta, relativa al asesinato de Mary Jane Kelly, colocó una carcasa de ternera sobre la mesa, la envolvió en una sábana y empezó a apuñalarla, con un creciente frenesí. Esa imagen nos ahorra ciertas explicaciones complejas.

¿Es posible averiguar, a estas alturas, la identidad de El Destripador? No, claro. Sólo es posible detectar sospechosos verosímiles. Pero el juego consta de muchos elementos. Gran parte del archivo policial desapareció en los ochenta y noventa, porque ciertos ripperólogos y coleccionistas sustrajeron documentos originales de Scotland Yard. La recuperación de esos originales (se conservan sólo copias) es uno de los objetivos. Y, por supuesto, se trata de avanzar y obtener novedades. En estos momentos, decenas de ripperólogos se concentran en hallar una fotografía de Frederick Abberline, el inspector que se ocupó directamente de los crímenes. Cuando dejó Scotland Yard, Abberline emigró a Estados Unidos para trabajar en la agencia de detectives Pinkerton. Los archivos de Pinkerton deben contener, en algún cajón olvidado, una imagen de Abberline. En eso confían quienes participan en la búsqueda.

De vez en cuando aparecen piezas valiosas. En 1959 fue hallado un informe confidencial elaborado en 1894 por sir Melville Macnaghten, un jefe policial de la época, en el que hacía referencia a tres sospechosos: el abogado Montague John Druitt (muerto por suicidio poco después de la serie de crímenes), un judío de origen polaco llamado Aaron Kosminski, internado en un manicomio en 1891, y Michael Ostrog, un delincuente de origen ruso. Hace unos años fueron descubiertas unas notas en un libro, manuscritas por Donald Swanson, inspector jefe de Scotland Yard en 1888. Las notas, conocidas como Swanson’s Marginalia, decían que Jack había sido identificado en un manicomio, y concluían con la frase: «Kosminski era el sospechoso». En 1992 apareció un diario atribuido a un comerciante de Liverpool, James Maybrick, en el que éste confesaba ser el asesino. Ni Macnaghten ni Swanson llegaron a tener la menor idea de quién era El Destripador, y los diarios de Maybrick eran muy probablemente falsos. Pero los tres hallazgos animaron mucho el juego.

Los paseos turísticos cuestan unas seis libras (8,85 euros) -los más selectos son los que ofrecen como guía al mismísimo Donald Rumbelow-, suelen comenzar en la estación de metro de Aldgate East y adoptan como eje Comercial Street, porque en esa calle se encuentran dos pubs que ya existían en 1888 y eran frecuentados por las víctimas y, se supone, por el asesino: el Princess Alice y el Ten Bells. En 1888, el Ten Bells cambió su nombre por The Jack, The Ripper, y se convirtió en un museo de dudoso gusto. Ahora, bajo nueva administración, es un bar muy normal, en el que, sin embargo, se respira algo siniestro. El año pasado, durante unas obras de remodelación, fue hallado un paquete de ropas de bebé del siglo XIX. Todas las prendas estaban rasgadas a cuchillo. Con ese pub ocurre como con el resto del barrio: ha cambiado, pero basta un poco de imaginación para percibir la atmósfera que rodeó a Jack.

Algunas calles, como Fashion Street, conservan los rasgos decimonónicos. Los turistas del crimen disponen de mapas de la época y observan con disimulada fruición las fotos, altamente macabras, que facilitan los guías. Lindsay Siviter solía cantar la canción que oyeron cantar a Kelly, la última víctima, poco antes de morir. Ya no lo hace. Se intenta molestar lo menos posible al vecindario, porque varias bandas de jóvenes de origen esrilanqués (la etnia que domina hoy el barrio) tienen por costumbre hostigar a las comitivas turísticas con insultos y alguna pedrada.

«Whitechapel sigue siendo, de otra forma, un barrio pobre, difícil y peligroso por la noche», comenta Frogg Moody. En general, los vecinos asiáticos no sienten el menor interés por la vieja historia. «¿El Destripador? Ah, ya, aquel crimen», suspira el encargado de Tactrom, una tienda de ropa barata. Otra cosa es el negocio: «El recuerdo de Jack trae a gente y ayuda a los comerciantes», dice la guía Siviter.

Los niños asiáticos del barrio aprenden las primeras palabras inglesas con una vieja canción que se escucha aún cada tarde, entre juegos infantiles: «Jack, The Ripper, is dead, and lying on his bed. He cut his throat with Sunlight soap» («Jack, El Destripador, está muerto y yace en su cama. Se cortó la garganta con jabón Sunlight»). Si el ánimo del oyente está predispuesto, hasta esa canción de corro tiene algo de siniestra.

RUTA DE VIAJE:
Precaución por la noche

En 1888, Whitechapel era un barrio con gran presencia hebrea. Cientos de miles de judíos que escapaban a los pogromos antisemitas en Rusia y Polonia recalaban en Londres y se establecían de forma casi inevitable en Whitechapel: eran muy pobres, y sólo podían permitirse el barrio más pobre de la ciudad. Con el tiempo, los judíos fueron dejando la zona. Hace cinco décadas, el Gobierno británico «importó» mano de obra de Sri Lanka para construir el aeropuerto de Heathrow y proporcionó alojamiento en Whitechapel a miles de esas familias, que hoy constituyen la etnia dominante.

Whitechapel ya no es hediondo como en 1888, y en algunos rincones afloran detalles de modernidad y progreso, como la nueva biblioteca. Puede visitarse sin riesgos, aunque por la noche conviene una cierta precaución.

Para el viajero que no desea sumarse a un grupo de turistas ripperólogos, lo más aconsejable es tomar el metro hasta las estaciones de Aldgate East (junto a Commercial Road) o Whitechapel (junto al tétrico hospital donde se conservan los restos del hombre elefante). Detrás de la estación de Whitechapel discurre Durward Street, donde fue asesinada una de las víctimas de El Destripador. En cualquier librería londinense pueden encontrarse mapas antiguos y libros sobre Jack; los más recomendables son los firmados por Donald Rumbelow, Paul Begg, Martin Fido o Dennis Skinner, ripperólogos de prestigio.

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