Una guerra global: muchos frentes, poca unidad

Una guerra global: muchos frentes, poca unidad

POR ROGER COHEN
Sea que se pueda ganar o no la guerra al terrorismo, ésta puede determinar quién gane las elecciones. El presidente Bush abordó una y otra vez la primera cuestión la semana pasada, pero fue implacable al establecer un paradigma drástico para los comicios de noviembre, presentando este escrutinio como una decisión histórica entre un tambaleante demócrata cuya indecisión provocaría un cataclismo y su propia dirección inalterable a la hora de la verdad en Estados Unidos.

Los cánticos de «Estados Unidos, Estados Unidos» que acompañaron a este mensaje en la culminación de la convención nacional republicana –y la rabia en la voz de John F. Kerry cuando replicó que estaba mejor capacitado, no menos, para dirigir una guerra– dieron una buena indicación de las erizadas tensiones en el ánimo nacional posterior al 11 de septiembre. No obstante las incertidumbres económicas, estas elecciones tienen un tema: la guerra.

Es claro que Bush piensa que puede ganar en ese terreno. Pero fuera del centro de Mahattan, que se convirtió en una carrera de obstáculos de retenes reminiscentes de una zona de guerra, las verdades de los diversos campos de batalla del mundo parecen menos susceptibles de mellar los lemas.

Rusia, de por sí sacudida por dos aviones que se estrellaron y un bombazo suicida, puso fin a la toma armada de rehenes en una escuela, a manos de combatientes chechenos, con la pérdida de más de 200 vidas. «Se nos ha declarado una guerra en la que no se ve al enemigo y no hay frente», declaró el ministro ruso de la defensa, Serguei B. Ivanov. Esas palabras sonaron conocidas.

La calma de meses en Israel fue rota por un bombazo contra un autobús, en el que murieron 16 personas; Hamas, el grupo palestino militante, se atribuyó la responsabilidad. Al mismo tiempo, Hamas, bien dispuesto hacia Francia debido a la oposición de París a la aventura estadounidense en Irak, se unió al coro de voces árabes que pedían la liberación de los dos periodistas franceses secuestrados en Irak.

La guerra fría, al menos con la perspectiva de la historia, era bastante clara: el mundo libre contra el comunismo. Consciente de la fuerza y de la familiaridad de las ideas simples, Bush ha colocado a Estados Unidos de nuevo en las tenazas de una «lucha de proporciones históricas». Como explicó la semana pasada, esa lucha está siendo librada por «la mayor fuerza de dios en la Tierra» en contra de los terroristas dados a la destrucción de Estados Unidos. En respuesta a «un llamada desde más allá de las estrellas», insistió en que Estados Unidos liberará y democratizará al Oriente Medio.

En vivo desde el Madison Square Garden, esa visión tenía un retintín a eso. Estaba acomodada en el idioma religioso de la base del Partido Republicano, pero calibrada para agitar sentimientos subliminales más amplios: Estados Unidos como vehículo de la libertad en contra del nazismo, el comunismo y ahora el yijadismo. Por lo menos, puso a la defensiva a John F. Kerry, un candidato demócrata que surfea a vela en lugar de hacer campaña. Pero como sugiere el doble mensaje de Hamas, de apoyar a Francia y bombardear a Israel, las ecuaciones geoestratégicas claras tienden a desbaratarse bastante rápido estos días.

El terrorismo no es un enemigo, sino un método, aplicado en diferentes formas por diversos movimientos. La guerra contra el terrorismo es una etiqueta útil. La mayoría de los estadounidenses saben lo que significa y lo que sería la victoria en esa guerra: mantener a sus familias a salvo de la reedición, quizá nuclearizada, del asesino ataque de al Qaida contra Nueva York y Washington.

Pero también es una etiqueta que ha sido recogida para satisfacer sus propios programas por el presidente de Rusia, Vladimir Putin, por el primer ministro de Israel, Ariel Sharon y, en diversas tonalidades, por dirigentes desde Italia a Pakistán. Se ha convertido en la referencia de nuestros tiempos pero, ¿qué significa?

Quizá las mayores luchas se presentan siempre en términos maniqueos de bueno y malo, donde las verdades y matices feos se esconden en ese modelo fácilmente inteligible y aprovechable. Esto se aplicó a la guerra fría. Pero parece aplicarse mejor aun a la guerra contra el terrorismo, entidad en ocasiones maquiavélica que tiende a facilitar el enfoque de que la fuerza tiene la razón para gobernar.

Putin, al invocar la «guerra contra el terrorismo», de hecho se está enfrentando a una guerra de descolonización. Los chechenos están luchando, con métodos brutales equiparables sólo con los de su adversario, para sacudirse el yugo ruso. Max Boot, analista conservador de política internacional, afirmó que «Rusia está librando una campaña de tierra quemada como la que Micheal Moore imagina que nosotros libramos en Irak».

Debido al pasado autoritario de Rusia, y debido a la disposición de Occidente a cerrar los ojos ante sus actos más reprensibles, por interés de mejorar los lazos con Moscú y de dar la apariencia de unidad en la lucha anti-terrorista, Putin puede actuar con relativa impunidad.

En Israel, los palestinos han adoptado la más aborrecible forma de lucha –hacer estallar camiones llenos de niños– pero eso no modifica el hecho de que estén comprometidos en una lucha nacional por su patria. La etiqueta de guerra contra el terrorismo ha sido útil para Sharon, pues lo ha alineado perfectamente con Estados Unidos. Pero, en especial en el mundo árabe, el enemigo de Estados Unidos y de Israel no siempre es el mismo, sean cuales fueren los vínculos entre las redes terroristas islamistas.

Los principales enemigos de Estados Unidos, el que Bush invocó con tanta insistencia pero también con tanta vaguedad la semana pasada, de hecho son Osama bin Laden y al Qaida, agrupación terrorista que se beneficia de las imágenes del dolor de los palestinos, pero cuyo verdadero objetivo es la destrucción de Occidente, personificado en Estados Unidos. Como observan Ian Buruma y Avishai Margalit en su reciente libro, «Occidentalismo; Occidente visto por sus enemigos», en este caso el objetivo es «la idea misma de Estados Unidos, como una civilización sin raíces, cosmopolita, superficial, trivial, materialista, de raza mixta y adicta a las modas».

Quizá en términos estratégicos no importe que la guerra contra el terrorismo se haya convertido en una frase milusos. Como lo dice la plataforma electoral republicana, publicada la semana pasada, «sólo la destrucción total y completa del terrorismo permitirá el florecimiento de la libertad». No importa cuál sea el grupo o el objetivo, sostiene la plataforma, todos los terroristas son asesinos y la única solución es la erradicación».

Pero quizá sí importe. Henri Laurens, historiador francés del Oriente Medio, sostiene que el hecho de que Estados Unidos eche en el mismo saco a los nihilistas de al Qaida y a los terroristas de Hamas, del Hezbolláh e incluso de Chechenia, que están empeñados en lo que ellos consideran un movimiento de liberación nacional, constituyó «un error findamental que le dio mayor margen a la yijad internacional de bin Laden». El supone que bin Laden ganó la primera fase de la guerra, de tres años, desde el 11 de septiembre de 2001, pues logró «desestabilizar la política del Medio Oriente, expulsar al ejército estadounidense de Arabia Saudita y abrir un frente en Irak, situado en el centro de la región que le interesa y que es una excelente fuente de reclutamiento».

El problema de tales argumentos, claro, es que es muy difícil cuantificar cualquier cosa en la guerra contra el terrorismo. No hay forma de saber si, desde la invasión de Irak hay más o hay menos jóvenes árabes que se deciden por el terrorismo como opción profesional. Las estadísticas sobre los misiles soviéticos eran mucho más fáciles y científicas.

Richard Haass, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores y ex funcionario del departamento de estado con Bush, tiene una opinión diferente a la de Laurens. «Un enorme logro no anunciado es que en los últimos tres años, el mundo se ha vuelto un lugar mucho más difícil para los terroristas», asegura. Se han destruido sus bases, se han dislocado sus finanzas, se ha desanimado a sus patrocinadores. Afirma que la audaz atención del gobierno de Bush para reformar al Oriente Medio fue significativa, por lo menos por haber ejercido presiones sobre Egipto, donde vive la tercera parte del mundo árabe.

Lo que ahora está claro es que la guerra contra el terrorismo, como quiera que avance o se aproveche fuera de Estados Unidos, es una cuestión galvanizante de política interna. En la convención, un orador tras otro casi estuvo a punto de presentar a Bush como un presidente salvador, hablando de él con el mismo aliento que de Lincoln y Roosevelt, comparándolo con la estatua de la Libertad como fuente de inspiración, presentado como el hombre que se interpuso entre Estados Unidos y el desastre, de toda la humanidad y el caos.

¿Aceptarán los estadounidenses esta imagen para reelegir a Bush? Eso sigue siendo una pregunta abierta. Pero el poder de la presidencia, de ser el comandante en jefe en tiempos de guerra, fue evidente la semana pasada y ahora Kerry se enfrenta al hecho de que los republicanos han enmarcado el debate de forma que es difícil de sacudirlo. «La libertad está en marcha», aseguró Bush, siendo él mismo el motor. Lo que los demócratas necesitan, pero que no han encontrado, es una llave que puedan aventar en la implacable maquinaria republicana.

Se ha llegado a una encrucijada, parece, no sólo en la campaña electoral sino también en la guerra contra el terrorismo. Por un lado, hay fuerzas que impulsan al mundo a creer en la visión de Bush: incluso el diminuto Nepal ahora se encuentra enfrentado a disturbios antimusulmanes en Katmandú, porque doce nepaleses que fueron a Irak a trabajar con los estadounidenses fueron asesinados.

Por otra parte está en aumento la resistencia a la opinión estadounidense, instigada por lo que muchos consideran la deriva provocativa de la retórica y las acciones dentro del gobierno de Bush.

«Francia siempre se ha opuesto a la noción del choque entre el islam y Occidente», aseguró Michel Barnier, ministro francés de relaciones exteriores, mientras Yasser Arafat y otros insistían en que Francia es amiga del islam y que sus periodistas debían ser liberados. Pero Ayad Allawi, el primer ministro interino de Irak, que cuenta con el respaldo de Estados Unidos, desafió a Francia. «No es posible la neutralidad» y Francia no será respetada porque no está luchando al lado de su gobierno, afirmó. Esa lucha, para Bush, va más allá de Irak. La semana pasada quedó claro que él ha tratado de hacer que una gran parte de Estados Unidos se anime para demostrar en el Oriente Medio lo que llama «el poder transformador de la libertad».

Estados Unidos ha entrado en otra batalla épica. Lo hace así, mientras Europa pone sus esperanzas en las instituciones y leyes internacionales. Las sacudidas transformadoras, especialmente en la antigua arena colonial del Medio Oriente, no es lo que Europa quiere estos días. Así que el continente, al igual que gran parte del mundo, está preocupado, tratando de encontrar un entendimiento común entre los diversos blancos del terrorismo para definirlo, oponérsele y aplastarlo.

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