¿Una guerra perdida?

¿Una guerra perdida?

ANTONIO GIL
Normalmente no escribo sobre el tema de las drogas porque siempre he tenido la impresión de que realmente no existe un objetivo legal claro en ninguno de los políticos del mundo respecto de este formidable negocio. Pero quiero, en estos días de Quirino, hacer un breve comentario a propósito de las declaraciones del ex presidente estadounidense Jimmy Carter. 

Afirmo a menudo que la sociedad de Estados Unidos –y la diferencio en este caso de sus autoridades– comenzó a perder la guerra contra el consumo masivo de drogas el día que, a principios de los ‘70s, permitió que sus políticos modificaran sus leyes para salvar a John Kennedy hijo –el llamado John John, ahora difunto– y  su primo, luego que fueron arrestados con drogas en una calle de Nueva York.

El proceso legislativo fue burdo y, a todas luces para beneficiarlos, se estableció una medida en gramos que definió, desde entonces, el delito. La altura o tope que se fijó fue ligeramente superior a lo que llevaban los Kennedy en sus bolsillos. Aunque un poco estrechos cupieron por la puerta de los tratos oscuros. Ese mensaje o metamensaje no podía pasar inadvertido y fue, sin dudas, el punto de partida.

El proceso desató numerosas teorías, que se discuten desde entonces, para diferenciar al consumidor del vendedor– todos medidos en gramos– y al adicto se le comenzó a tratar como enfermo y jamás como delincuente, aún cuando su perversión y la inducción a otros inocentes produce un daño social irreparable en el 99% de los casos, porque menos del 1% abandona el vicio.

La barruntada de la guerra de Vietnam, las leyes que casi eliminaron la patria potestad, los hippies y el feminismo mal interpretados, todos sucesos en cascada y casi simultáneos, han hecho el resto.

Siempre he admirado a los Kennedy por su concepto de unidad familiar y creo que a toda mi generación, en el mundo entero, le pasa o le pasó lo mismo, pero aquel suceso, un detalle casi olvidado por todos, cambió el curso de la sociedad estadounidense.

Como era de esperarse, a ese ejemplo de retorcimiento de la moral en la sociedad lujosa de los ‘70s le siguieron muchos otros acontecimientos, como el senador involucrado en la muerte de una mujer, en un suceso envuelto en una nebulosa de drogas y alcohol y que aún así escapó de la justicia, la prisión del alcalde de Washington cargado de cocaína en un prostíbulo y, al poco tiempo, la confesión de un vicepresidente –claramente–  y luego un presidente –más o menos velada– de que habían consumido drogas.

Como una consecuencia de todo lo anterior, el alcalde, luego de cumplir una ligera pena, volvió a ser electo y los líderes políticos confesos consumidores son, también, líderes sociales importantes.

Como dijo hace unos días el ex presidente Carter –y agregaría yo que con razón– ahora Estados Unidos no es sólo el mercado más grande del mundo para las drogas, sino que las formas de usarlas, contrabandearlas y consumirlas son más publicitadas que las recetas para preparar estofado o bizcochos. Es más conocida por los jóvenes estadounidenses la información sobre cuántas formas hay de preparar el “crack” o la cocaína, las venas disponibles y las precauciones que se deben tomar, que los detalles sobre una dieta balanceada.

Al ritmo que van las cosas, es evidente que las autoridades de Estados Unidos, como bien dijo Carter, están aplicándole el medicamento a la sábana y no al enfermo.

Mientras las cosas sigan así, será difícil detener la avalancha que amenaza con arrastrarnos a todos.

Se ama lo que se conoce, afirma un viejo adagio. Lo demás son tonterías.

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