Una hembra ventanera

Una hembra ventanera

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX                          (III)
La epifanía de Rosa de Tierra coincidió con la celebración del centenario del nacimiento de la República Dominicana.  En 1944 la Colección «Vida Adentro», de Ediciones «La Poesía Sorprendida», publicó el ya comentado cuaderno poético de Rafael Américo Henríquez.  Fue impreso en los talleres de la Imprenta «Rincón», en la calle 16 de agosto No.24.  Muchas de estas colecciones de poemas llevaban ilustraciones del pintor español Manuel Fernández Granell.  Una colección fue llamada «El desvelado solitario»; otra se denominaba «Estrella en llamas».  Fernández Granell pintó también un alucinante cuadro surrealista titulado Poesía Sorprendida.

El poema El héroe, de Franklin Mieses Burgos, se imprimió como parte de una colección especial llamada La isla necesaria.  Él subtitulo rezaba: «poema con intención escénica en dos sueños»; con «ilustraciones de Gilberto Hernández Ortega», notable pintor dominicano discípulo del catalán José Gausachs.   Lo primero que debemos anotar es que esas viñetas son de una calidad pictórica extraordinaria; lo segundo es que todos los artistas involucrados en estos empeños editoriales: poetas, pintores, músicos, dramaturgos, estaban convencidos de que, efectivamente, «la isla», nuestra isla, era una isla «necesaria».  Exactamente lo contrario de prescindible o despreciable. Creían que podríamos alcanzar grandeza en el arte a pesar de la pequeñez territorial de esa isla proclamada «necesaria».

El optimismo de los escritores saltaba por encima de una terrorífica dictadura militar sin fisuras, consolidada por el tiempo, el miedo, la represión.  Ellos habitaron esta ciudad con ganas de crear y perdurar.  Los miembros del grupo de la Poesía Sorprendida vivían inmersos en el apasionamiento verbal vanguardista, en actitud transgresora, de ruptura artística, poniendo bigotes a La Gioconda.  A la vez, constituían una secta estética que se protegía de la dictadura tras un obscuro lenguaje críptico.  La catacumba política coexistía con una grande apertura artística hacia «el mundo exterior», hacia otros escritores, hispanoamericanos y españoles.

Una ciudad se va construyendo por aglomeración de gentes, de casas y calles y ventas; se vuelve entrañable por las músicas, los bailes, los humos de las cocinas; y los afectos: la amistad, el amor, la familia, la hacen tuya para siempre; hasta los sufrimientos vividos pueden unirnos sentimentalmente a la ciudad donde nacimos.  Pero a los extranjeros les atraen los fantasmas que dan el carácter a una ciudad.   Esos fantasmas se acumulan con el paso del tiempo.  Las edades, y los sueños de los artistas, forman en las ciudades algo así como estratos emocionales.  El forastero percibe enseguida la presencia de esos fantasmas históricos y culturales.

Safed, en la Alta Galilea, es la ciudad de los cabalistas, el lugar donde acuden  centenares de artistas de todo el mundo a frotar las piedras de la creatividad adormecida.  En Safed pueden sentarse los viernes en una ancha escalera frente al poniente; desde allí ven el sol en el ocaso, la llegada del sabbat.  Algunos se sienten bien con solo asistir a este rito del judaísmo que los cabalistas acentúan. Safed está hecha de sinagogas viejas y rabinos célebres, de conjuros extraños, del «resplandor» cabalista.

Los cinco siglos de la ciudad Primada de América exigen el cultivo programático de los fantasmas urbanos.  En el Alcázar del segundo almirante don Diego debe haber una ventana de Maria de Toledo.  Si no la hay es preciso fundarla. (Fundarla en algún documento del Archivo de Indias).  El libro de Umberto Eco acerca de la historia de la belleza trae en la cubierta el retrato de Eleonora de Toledo, pintado por Agnolo Bronzino.  En la ciudad de Toledo se han empecinado en crear una apócrifa «casa de El Greco».  El Greco, desde luego, está presente en la sacristía de la catedral, en la Iglesia de Santo Tomé, ronda en espíritu por el alcázar; y todavía regatea el precio de su cuadro El entierro del señor de Orgaz.

Si tuviéramos una mujer ventanera, o dos o tres, o muchas más, seriamos «la ciudad de las hembras ventaneras»; la Secretaria de Turismo podría añadir este lema al de «donde todo empezó», con el que se promocionan los viajes a Santo Domingo.  ¿Qué seria de Toledo sin El Greco, sin  El transparente, el gran boquete del discípulo de Churriguera, sin el ostensorio de la Catedral?  En Toledo está presente hasta el artesano Juanelo, constructor de un ingenio para subir agua del río Tajo.  La cañería ha desaparecido.   Queda solo el recuerdo de Juanelo en un cuadro de El Greco.  Es un fantasma menor.  El barrio judío, los artífices que incrustan bronce en el acero, los ceramistas tradicionales, son en Toledo meras prolongaciones de un pasado fantasmal.

Washington Irving, uno de los forjadores de la literatura nacional de los Estados Unidos, contribuyó a dar cuerpo a los fantasmas de la Alhambra con su colección de cuentos.  Él difundió el rumor de que en el Patio de los leones del celebre palacio árabe de Granada, justo en el punto en que se cruzan las miradas de dos de los leones, esta enterrado el tesoro del moro.  Podríamos decir, parodiando afectadamente el estilo de Rafael Américo Henríquez: «quien abra los ojos y mire con fijeza los ojos de los leones del patio de los leones, dará por cosa bien sabida que son ciegos y necesitan  de lazarillos que los conduzcan hasta el tesoro».  El norteamericano Washington Irving es ya granadino y se ha convertido en un fantasma más de los jardines nazaríes.

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