Una hembra ventanera

Una hembra ventanera

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
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Cualquiera podría creer que una hembra ventanera es una mujer ociosa, dedicada a atisbar por un postigo para enterarse de los chismes de su vecindario. Se dice de algunas mujeres que, «por no tener oficios», pasan la mitad de la vida fisgoneando desde una ventana. Es probable que existan muchos ejemplos reales de este tipo. Pero no es ese el caso de esta historia. Buscando información acerca de hembras ventaneras, en la parte colonial de la ciudad de Santo Domingo, tuve oportunidad de interrogar a una docena de personas.

Escuche varios relatos sobre ancianas que tenían la costumbre de oír conversaciones privadas  escondidas detrás de las puertas.  Pregunte si esas viejas eran moradoras recientes o si vivían allí desde hacia muchos años. A las de edad más avanzada les pregunte si conocieron, en otros tiempos, alguna muchacha que tuviera el habito de asomarse a las ventanas. Una joven muy delgada me dijo que ella sabia de un lugar donde se escuchaban conversaciones, que el viento traía hasta una ventana que da a un patio interior.  Explicó, con seguridad y convicción: todas las noches, a las diez en punto, el viento sopla sobre las conversaciones, las levanta y las lleva a esos casones húmedos del siglo XVI. Una de estas casas tiene un aljibe y un pozo artesiano, donde también «se meten» las conversaciones. Lo que no se oye desde la ventana, se escucha perfectamente si uno introduce la cabeza en el aljibe.

Al día siguiente de oír estas revelaciones cuasi – fantásticas, acudí a una taberna instalada en una vivienda antiquísima de ladrillos y mampostería. El bartender, inmediatamente, tan pronto me senté, me fue encima: – ¿Usted es el hombre que anda averiguando de la ventana donde se oye todo? – Si, estoy investigando en relación con un poeta que escribió algo sobre una mujer ventanera. – ¿Una mujer ventanera? ¿Qué quiere usted decir? ¿Una mujer de la calle, una pindonga nocturna? – No, no creo que fuera una prostituta. El poeta escribió sobre la mujer ventanera en los años cuarenta del siglo pasado.- ¡Ah! ¡Son cuestiones viejas de historiadores! ¿Está vivo ese poeta? Por aquí vienen algunos poetas a beber, a discutir boberías. – El poeta del que hablo falleció hace más de 30 años – ¿Cómo se llamaba la mujer?   Rosa de Tierra. – Es un nombre muy raro. Por aquí no vive nadie con ese apellido.  ¿Era dominicana? – Creo que si; por favor, traiga un whisky con soda y unos trocitos de queso manchego.

El hombre desapareció tras una cortina; y diez minutos después un camarero trajo a mi mesa el whisky y el queso. En la mesa contigua a la mía había un tipo leyendo un periódico. Tal vez fuera un parroquiano habitual, pues el bartender se acercó a él y le dijo algo en voz baja. El hombre se volvió para mirarme, y pregunto con desembarazo: – ¿Quiere saber lo que pasa con la ventana esa?  Es asunto de acústica; todo lo demás es imaginativo o disparatado; no hay ninguna magia. Los servicios secretos de tres países tienen gente en esa ventana. De Cuba, de los Estados Unidos, del DNI, han venido a espiar. Escuchan conversaciones revueltas, a veces indescifrables. – ¿Qué significa eso de conversaciones revueltas? – Se escucha un pleito de marido y mujer y, a la vez, una discusión política, una reyerta en la calle, un pregonero. Parece que hay un hoyo que chupa o aspira lo que se dice en la ciudad, lo saca por un aljibe y lo tira frente a la ventana.

Mientras el sujeto hablaba y gesticulaba, yo lo miraba a los ojos atentamente. Tenía los dientes brillantes, la barba crecida, la ropa manchada de café. Su aspecto no era peligroso. Parecía un vendedor locuaz en día de asueto. Recordé entonces el Monte de las Beatitudes, en Israel, el lugar donde Jesús predicó el famoso Sermón de la Montaña. Pude comprobar, personalmente, que entre esos montículos de Israel el aire circula, rebota y desciende. Por eso todos los presentes durante el sermón podían oír las palabras de Jesús, según se cuenta en el Nuevo Testamento. Sin embargo, este hombre habla de conversaciones, frases y sonidos que suben, como si fuesen chichiguas o planeadores. Las palabras bajan; no es lo usual que suban.

¿Señor, ha oído usted lo que acabo de decirle? – Sí, muchas gracias; excúseme; lo que ha ocurrido es que me quede pensando en fenómenos acústicos que he observado en Tierra Santa. ¿Qué han averiguado los espías de los servicios secretos? – No creo que hayan sacado nada en limpio. Por lo menos las conversaciones políticas no las perciben con claridad; eso lo sé por uno de ellos que gusta de beber cerveza aquí los sábados. Hay un periodista que supone que todo se debe a las cloacas que construyó Ovando, el gobernador colonial, entre 1505 y 1506. – ¿Ese periodista le ha dicho a usted que las conversaciones entran por las cloacas? – No; se lo ha dicho a una muchacha flaca que, a su vez, me lo ha dicho a mí. Es su amiga. Ella suele escuchar de noche, sobre todo de asuntos sexuales. Sube a la ventana, y bajo el dintel, oye a las parejas que a gran distancia hacen el amor; jadeos y gritos entrecortados son cosa de todos los días. La ventana es el lugar donde convergen todas las expresiones y todas las músicas  de la ciudad.  Pero llegan mezcladas, confusas o entreveradas. Quizás la jovencita flaca pueda ayudarle. Le llaman Rosa Francia la ventanera. Lo que ella no sabe con certeza es si las conversaciones que se escuchan son actuales o proceden de otras épocas.

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