Una hembrota con un americano

<p>Una hembrota con un americano</p>

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Perdone usted, señor, ¿Este es el lugar de salida de los autobuses que van a Matanzas? – Si, así es; yo también tomaré la Vía Blanca a las nueve. ¿Va usted a Varadero? – ¡Qué va, tendré que quedarme en Matanzas! El hombre puso la cara arrugada y añadió: – tengo enfermos en la familia. Ladislao arrastró su maleta e hizo lugar en el banco al desconocido. – ¿Usted no es cubano, desde luego? – Soy húngaro, pero trabajo en Cuba y espero a una cubana con la cual iré a la otra punta de la isla.

El hombre puso su mochila en el piso de la estación; al sentarse miró a Ladislao con expresión misericordiosa. – Es largo ese viaje; tendrá que cambiar tres veces de chofer. Esa ruta es de la Carretera Central. Usted puede ir de La Habana a Santa Clara, de Santa Clara a Camagüey, y de Camagüey a Santiago.

Tardará doce horas en llegar; son mil cien kilómetros. – Ya lo sé; he visto el mapa y las rutas del servicio interurbano en la Carretera Central. – ¿Quiere conocer la Vía Blanca antes de meterse en la carretera larga? – Prefiero ir mirándolo todo por el camino; creo que será una experiencia interesante. – Claro, si tiene tiempo para eso puede ser divertido, sobre todo si va con una amiga. El tipo sacó una revista de su mochila, la abrió en un lugar marcado con un clip, y comenzó a leer. Se hundió por completo en las páginas de la revista y no dijo una palabra más.

A las nueve menos cinco minutos una mulata joven y autoritaria retiró el candado de las boleterías, ocupó un cubículo enrejado, y cerró la puerta enseguida. – ¿Hay alguien aquí sin pagar el pasaje? Ladislao se levantó y acercándose a la ventanilla preguntó: – ¿Cuánto vale el pasaje a Santiago? – ¿Viaja con otra persona? – Si, pero aún no ha llegado a la estación. – Dentro de siete minutos deben abordar.

La mujer extendió dos taquillas numeradas. – Mire, ahí están indicados el precio, las paradas, los relevos de la tripulación. En ese momento alguien tocó a Ladislao por la espalda y le alisó la camisa. Era Lidia. Llevaba pantalones, camiseta, gorra de pelotero y una enorme cartera con tirantes. Estaba maquillada; sobre la gorra tenía suspendidas unas gafas de sol. Ladislao saludó a Lidia con un beso en la mejilla mientras sacaba la billetera para pagar los pasajes. Pero Lidia ya había pasado el dinero a la taquillera. – Tiene suerte, señor, dijo riendo la empleada; parece que lo quieren mucho cuando pagan tan rápido por usted.

– ¿Qué hiciste anoche; fuiste donde la negra del remolino? – No, Lidia; alquilé una bicicleta donde Anacleto y dí un largo paseo por el malecón de La Habana. Poco me faltó para llegar a la playa de Marianao; visité el monumento al Maine, pasé por delante de la vieja Embajada de los Estados Unidos. No sabía que fuese un edificio con tantos pisos.

Antes de acostarme me metí en la ducha, pues el sudor me corría hasta los pies. Pero dormí bien, sin pesadillas ni sobresaltos. – Oye Lidia, me ha dicho el archivero Medialibra que la Vía Blanca la construyó un sobrino del presidente Grau San Martín; también me dijo que la Carretera Central es una obra realizada por el hijo del Presidente Carlos Manuel De Céspedes. La hizo durante la dictadura de Gerardo Machado.

Las grandes obras públicas, en casi todas las islas antillanas, se reservan para cuidado y beneficio de los parientes de los gobernantes. – ¡Por favor, empiecen a subir al autobús; suban al autobús, por favor; todos al autobús!. Al oír la voz del ayudante del conductor Lidia y Ladislao permanecieron de pie y empezaron a acercarse a la puerta del vehículo. Lidia subió primero y tras ella, Ladislao. Ya había personas sentadas que buscaban afanosamente mirar por las ventanas. El chofer examinó a Lidia de arriba abajo; abrió la boca en un gesto procáz, se levantó del asiento, salió fuera del autobús y acercándose al acomodador, al pie de la escalerilla, soltó la lengua: – ¿Y qué hace una hembrota así con ese americano?

– Lidia, ven, sentémonos aquí; me acomodaré del lado del pasillo. El autobús comenzó a girar para salir de la estación; la lenta maniobra del conductor hizo que Lidia se recostara sobre Ladislao. El peso del cuerpo de la mujer, y su olor a jabón, fueron para Ladislao como una inyección de adrenalina. Con cara de triunfo y ancha sonrisa, Ladislao se inclinó sobre Lidia: – Por fin; ahora veremos a la gente de Bayamo en su propio terreno. ¿No te parece una suerte que podamos conocer la Sierra Maestra? – Ladislao, eso es un monte cerrado donde no hay nada que ver; en Santiago si hay diversiones; en Bayamo viven personas refinadas, de las buenas familias de antes de la revolución. Tú averiguarás de las cosas viejas y yo veré las cosas nuevas. Lo pasaremos bien, si Dios quiere. Tengo dinero suficiente para pagar el hotel y asistir a los espectáculos musicales. Prometo no volver a pelear contigo por cuenta del lengualarga de Azuceno. Pégate de mi, cara cuadrada, que llegaremos molidos. La Habana, Cuba, 1993.

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