Una idea de la mujer, mi madre y yo

Una idea de la mujer, mi madre y yo

    Los seres humanos no fijan su orgullo, su valor o su actitud en un acto voluntario, en cierta forma lo que decide es su infancia. Mi madre se llamó Guadalupe Martínez Bello, y llegó a la capital llena de historias campesinas tejidas desde la mirada femenina que veía a un padre participar de las luchas manigüeras de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Venía del Cibao,  y  en esos ojos, que siguen siendo para mí los ojos más hermosos, había siempre el ademán inconcluso de un hecho heroico que protagonizaba mi abuelo. La plenitud es todavía la suma de experiencia de que un hombre y una mujer son capaces, y yo no encuentro la mía si no es refugiándome en esos ojos, oyendo aquella voz tímida que hablaba de la novela “Genoveva de Bravantes”, y el infortunio de su existencia al lado de Siegfried  de Tréveris, el malvado esposo que la martirizó. Y la oigo maldecir, mientras leía un trozo de la novela en el cual aparecía Genoveva de Bravantes desnuda, envuelta en su larga cabellera negra.

 Quizá por ello la imagen de la mujer que preservo, y con la que vivo y actúo, irradia poder y vigor.  Mi madre era viuda, yo ni siquiera conocí a mi padre, y de esa circunstancia he sacado mi fantasmagoría más íntima, porque a mi alrededor  era una mujer el único ser indispensable en el universo. Siempre a punto de flaquear, mirando la vida como un sacerdocio, perdida en los lazos de un soliloquio inexplicable y triste, atribulada por la reproducción de la vida material y la pobreza, todos los días  enfrentaba la dura tarea de levantar a sus hijos.

Murió a los cincuenta y dos años, y yo  soy ahora más viejo que mi mamá, y si regresara  a la vida podría sentármela en las piernas y darle consejos. La veo a través de la distancia que impone la muerte, ante su fragilidad aparente; no puedo dejar de interrogarme  ¿de dónde podía sacar el mandato de vivir? ¿Cómo ese ser tan débil atravesaba nuestro valle de lágrimas y aún sonreía? Es por eso que siempre he dudado de ese lugar común que llama “sexo débil” al femenino, porque para mí la condición de mujer, desde el punto de vista social, es más comprometida y fuerte que la del hombre.

     Una crítica norteamericana amiga  decía que en mis novelas las mujeres tenían siempre  un aire heroico, pero esa heroicidad, que ciertamente aparece, está anclada en la vida cotidiana. La heroicidad femenina es forzosamente verdadera, no hay que inventar nada, no hay enredarla en actos bélicos o en campañas políticas,  está tejida minuto a minuto en el transcurrir del día, y sólo leyendo la práctica que dimana del papel de la mujer en la vida social se puede comprobar. Y hay más: una mujer encarna ese papel co-existiendo entre el mundo maravilloso y el mundo real, y siendo, además, múltiple. Y sí,   también sublime el mundo de la mujer. Heroico y mágico. Y no porque uno se vaya a chamuscar en los velos transparentes en que está envuelta, sino porque más arduo que ese fulgor no hay otra llama. La maternidad es mágica, mágico es el sentido de la existencia que convierte a un ser aparentemente débil en un manto de protección, y es mágico, finalmente, esos breves momentos de eternidad en los cuales la idea del amor funda en la mujer su propia estatua.

Soy ya casi viejo, tengo derecho al inventario. Mi madre es una idea de la mujer, se empina sobre el olvido, falsea y pervierte el presente que me martiriza, y hace trizas el breve y trágico espacio de la amargura. Hacia esos ojos, que siguen siendo para mí los más hermosos,  es donde me dirijo  cuando me pierdo en la maraña del existir. Soy casi viejo, ¡Oh, Dios! Mis lectores comprenderán…

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