El domingo pasado, a media tarde, salí a visitar la casa de una miembro de la iglesia. Me había invitado a almorzar de hacía mucho. En el cielo amenazaba un fuerte aguacero.
Al llegar a la boca de un estrecho camino, el guía indicó que debíamos tomarlo.
A pocos metros del recorrido, duros goterones empezaron.
Pronto el camino se hizo lodazal.
Los neumáticos resbalaban y, por momentos, perdía el control del auto.
Las orillas estaban de malezas, de arbolejos y se apreciaba una que otra solitaria casita de madera.
Después de media hora, el guía ordenó detenernos.
“Es allá abajo”, señaló con su diestra.
Era un ranchito rodeado de paridos aguacates, plátanos y mangos.
Trastabillando y amasando el pesado lodo descendimos.
La mujer había puesto sillas bajo matas pero el aguacero estropeó todo.
Sin espacio entramos a la pieza. No había dónde sentarse.
El espacio era de la cama, de las ropas tiradas, de los canastos y de los cachivaches.
Empero mi esposa y yo nos las arreglamos.
De pronto, de la diminuta cocina empezaron a salir platos humeando.
Comprobamos que el llamativo olor de la comida quedó muy por debajo del exquisito sabor.
Manos divinas.
Así se gana ella la vida, cocinando en casa de familias adineradas.
Mientras comíamos, goterones asediaban.
Con plásticos, vi cómo ella arropó la cama para evitar el enchumbe.
Difícil creer que la dama que llega a la iglesia impecable salía siempre de las garras de esa rampante miseria.
Sale descalza y al alcanzar la claridad, ella se pone sus brillantes calzados.
El trayecto es largo y peligroso: dos veces la han atracado.
-Gladys-le pregunto-, ¿qué desea usted Dios haga en su vida.
-Que me dé un hombre luchador-responde-. Así como yo.