Una lección magistral

Una lección magistral

VLADIMIR VELASQUEZ MATOS
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En arte no existe, como en la ciencia, el concepto de evolución, puesto que cada verdad en su época es lo que el artista quiso expresar. No es como por ejemplo el caso de la física, en la cual la teoría newtoniana desplaza a la de Kepler, quedando a su vez éstas desplazadas por la relatividad de Einstein, pues como ha expresado ejemplarmente el gran pintor Fernando de Szyszlo, la ciencia busca externamente el fenómeno observable explicado en una fórmula matemática más o menos perfecta, mientras en el arte el fenómeno es interno y se explica mediante canones arquetípicos que denominamos belleza.

En otras palabras, Altamira no queda desplazada por Egipto, ni Egipto relegado por Creta y Grecia, ni Roma por el gótico, ni éste por el Renacimiento, etc, pues sólo hay avances en los medios técnicos, no de lenguaje, ni mucho menos de expresión.

El artista anónimo que esculpió al «Escriba sentado», hoy en el Louvre, no le faltó decir más nada, representarlo en alguna actitud dinámica o lo que fuere, le bastaba dejarlo en ese perfecto hieratismo que le imprime una solemnidad casi de un dios, de un ente inmortal, aunque se trate de un hombre común y corriente de esos tiempos.

Y para poner sólo algunos ejemplos emblemáticos que difieren de conceptos baladíes por torpes, como esa de que «el inmanentismo artístico debe presentar actualización porque de lo contrario será vago reflejo del retraso», ¿acaso no ha habido y hay artistas que trillan su propio sendero, a veces hurgando en el propio pasado, al margen de las modas y movimientos en boga?

Ese fue el caso de una artista excepcional de la Alemania del siglo XVI, Mathias Grünewald, quien contrario a su contemporáneo Durero, siguió su propio camino en el estilo que le era más próximo y familiar, el gótico, siendo tan grande como aquel aunque no adoptase los aires renacentistas. Lo mismo hicieron, siglos después, los prerrafaelistas, (sir John Everet Milais, Dante Gabriel Rosetti, William Holman Hunt, Edward Burne-Jones y otros), quienes se negaron expresamente a seguir los lineamientos de sus contemporáneos y buscar su inspiración en el Cuattrocento italiano.

Y si nos vamos a la música ¿acaso las óperas de Puccini -por cierto, uno de los compositores más interpretados desde que irrumpió en la escena mundial -desmerecen por no ser concebidas dentro de la estética atonal o dodecafónica en boga de un Shönberg o Alban Berg? Y volviendo a la pintura ¿Qué de Balthus, de un hiperrealista como Andrew Wyeth, Bacon, Lucien Freud o Antonio López? ¿Acaso la obra de estos artistas carece de valor por no seguir pies juntillas los lineamientos de la manada?

No es verdad que la contemporaneidad está por encima de lo pasado (y menos comparando los mamotretos de hoy con las grandes obras maestras de todos los tiempos -y ésto lo dice Botero-), como si ese pasado no fuese el andamiaje que sostiene todo lo que se produce en la actualidad. Tal vez obviar el referente por desconocimiento o profundas lagunas culturales es el camino fácil para hacer arte (con minúscula) hoy día, pero no para hacer obras imperecederas, de esas que emocionen con profundidad la sensibilidad del espectador culto o ignoro y que son las que han afirmado la grandeza del hombre en la frágil levedad de su propia existencia.

El asunto no es hacer en el malecón o en cualquier lugar ni bienales ni trienales esgrimiendo manidos sofismas y demás preceptos totalmente espúreos que inhabilitan un buen y sano debate, o sacar ideas irrespetuosas como acusan a los artistas plásticos y a quienes critican las injusticias que se cometen en los concursos como «inspiraciones románticas, alcohólicas o endrogadas», cuando lo que se debe hacer es hablar directa y friamente del problema, no tergiversando y tomando el rábano por las hojas, queriendo inocularnos la falsedad monda y lironda como verdad y sin cuestionamientos por quienes manejan la cultura obligándonos asumir sus postulados, de manera dictatorial, como lo único valedero.

Hace ya tiempo que se terminó la historia de cambiarnos espejitos por oro, porque el «Arte», el verdadero Arte, sólo se gesta como me manifestó el gran pintor alemán, esto es, con trabajo, trabajo y más trabajo; y yo agregaría, mucho, muchísimo talento.

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