JOTTIN CURY HIJO
Desde hace algún tiempo, importantes sectores de nuestra sociedad, poseídos por un afán de modernizar todo cuanto existe, están incurriendo en múltiples desatinos. Sin detenerse a meditar sobre las consecuencias de sus iniciativas, optan por soluciones orientadas a trastornar nuestra vigente legislación. Soy de los primeros en reconocer que debemos abocarnos a una profunda revisión y adecuación de las normas que rigen nuestra vida en sociedad, pero de un modo científico y organizado.
El pasado 23 de marzo el Poder Ejecutivo promulgó la Ley No. 108-05, mejor conocida como Ley de Registro Inmobiliario, la cual deroga expresamente la Ley No. 1542 de 1947, así como otras disposiciones legales. Esta nueva normativa adolece de diversos vicios de inconstitucionalidad, pero por razones de espacio me limito a reseñar el más evidente de todos: el artículo 122, que faculta a la SCJ a dictar reglamentos. Dicho texto reza del siguiente modo:»La SCJ queda facultada para dictar los reglamentos y normas complementarias requeridos para la aplicación y desarrollo de las previsiones contenidas en la presente ley y dictará dentro de los 180 días después de promulgada y publicada los reglamentos y normas requeridos».
Siempre ha sido una atribución exclusiva del Poder Ejecutivo, consignada en la propia Constitución, la de dictar los reglamentos de aplicación de la ley. El numeral 2 del artículo 55 de nuestra Carta Sustantiva le c0onfiere al Presidente: «Promulgar y hacer publicar las leyes y resoluciones del Congreso Nacional y cuidar su fiel ejecución. Expedir reglamentos, decretos e instrucciones cuando fuere necesario». Más claramente, la facultad de dictar reglamentos es privativa del jefe del Estado, quien ejerciendo función legislativa se encarga de facilitar la aplicación y ejecución de la ley.
Bernard Schwartz, en su obra «Los Poderes del Gobierno», nos enseña:»Es paradójico, a primera vista, en un sistema como el nuestro, fundado como está en la doctrina de la separación de los poderes, que una de las principales funciones del jefe del Ejecutivo sea su participación en el proceso legislativo. Considerándolo más de cerca, sin embargo, la función legislativa de que está investido el Presidente parece natural y necesaria». El repetido autor apunta: «El Congreso no posee la exclusiva función legislativa. Antes de que pueda promulgarse cualquier ley, debe ser aprobada por el Presidente. Su aprobación es tan necesaria para la promulgación de la ley como la de la mayoría de ambas Cámaras. En esto el Presidente está claramente legislando…»
Como se ve, al concedérsele constitucionalmente al Gobernante la facultad de observar o promulgar cualquier proyecto de ley, esto es, al intervenir en su proceso de formación, se le otorgan en este sentido facultades legislativas que el propio Schwartz las clasifica en afirmativas y negativas.
Los franceses, para individualizar de una vez por todas las facultades normativas del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo, en su Constitución de 1958 optaron por separar los dominios de la ley y del reglamento. Prueba de ello son los artículos 34 y 37. El primero limita las atribuciones puramente legislativas del Parlamento y el segundo abandona todo lo demás al criterio soberano de Poder Ejecutivo. El tiro de gracia contra el omnímodo poder de la ley lo fija el artículo 37 de la repetida Constitución francesa, que ahora dice así: «Todas las materias distintas de las pertenecientes al dominio de la ley tendrán carácter reglamentario. Los textos de forma legislativa referentes a dichas materias podrán ser modificados por decretos expedidos previo dictamen del Consejo de Estado.»
Dicho de otro modo, en Francia le han reducido sustancialmente al Parlamento sus atribuciones legislativas, y se las han transferido al Poder Reglamentario que ejerce el jefe del Estado, en razón de que resulta más expedito y conveniente que sea éste, con su cuerpo de asesores, quien se encargue de legislar en numerosas materias. Basta una simple lectura del artículo 34 de su Ley de Leyes, para observar los asuntos sobre los cuales tienen derecho a legislar quienes componen el Parlamento.
Es claro, pues, que la tendencia en los países civilizados es ampliar el dominio del Poder Reglamentario que corresponde únicamente al Poder Ejecutivo, y no pretender sustraérselo, como ocurre entre nosotros. Guillermo Cabanellas, en su Diccionario Enciclopédico de Derecho Usual nos define el reglamento: «La disposición complementaria o supletoria de una ley, dictada por el Poder Ejecutivo, sin intervención del legislativo y con ordenamiento de detalle, más expuesto a variaciones con el transcurso del tiempo.» En tal sentido, no puede ningún otro Poder del Estado sustraerle a quien la voluntad del legislador constituyente le ha conferido las facultades reglamentarias, excepto que la Constitución sea modificada en sentido contrario.
Philippe Georges, en su obra de Derecho Público, es claro al indicar la amplitud reglamentaria de que dispone el Gobierno al señalar que cuando estatuye sobre la base del artículo 37 de la Constitución francesa, que consagra los reglamentos autónomos, «el gobierno actúa con una libertad similar a la del legislador: únicamente obligado a respetar la Constitución y los principios generales del derecho». Algo similar acontece entre nosotros, toda vez que es el numeral 2 del artículo 55 de nuestra Carta Magna, que combinado con el numeral 23 del artículo 37, expresan la potestad exclusiva del Presidente para dictar reglamentos. Es un dislate pensar que el legislador ordinario de la Ley No. 108-05 pueda despojar al legislador constituyente de la potestad que a éste último le confiere nuestra Constitución vigente.
El párrafo único del artículo 4 de nuestra Ley Fundamental, al consignar el principio de separación e independencia de los Poderes del Estado, dispone la imposibilidad de delegar sus funciones. No importa el ángulo en que nos coloquemos: la facultad reglamentaria de la SCJ es radicalmente inconstitucional. En fin, el legislador ordinario no puede sustraerle sus atribuciones reglamentarias al Poder Ejecutivo para otorgárselas a otro Poder del Estado.
Ahora bien, ¿estaría nuestra SCJ dispuesta a aceptar lo antes expresado, si se le presentara un recurso de inconstitucionalidad sobre la Ley No. 108-05, y buscarle una salida «legal» al problema? ¿Estaría nuestro más alto Tribunal de Justicia en condiciones de adoptar una actitud ejemplar, distinta a la que asumió cuando anuló los artículos que le imponían término al ejercicio de sus funciones? ¿Se hará de la vista gorda para seguir acumulando poderes a expensas del equilibrio que se supone debe primar siempre en todo régimen auténticamente democrático?
El tiempo se encargará de concedernos las respuestas.