Una madre

Una madre

En mi casi medio siglo de existencia siempre estuvo ahí. Durante ese tiempo pude verla, tocarla, abrazarla, besarla, hablarle y contemplarla cuantas veces quise.

Pude disfrutar cada detalle de su vida. La vi desde ser la mujer fuerte, robusta, luchadora y amiga hasta tener ya un rostro convertido en arrugas y expresarse con voz quebrada.

Lo cierto es que nunca estuve preparado para lo que ocurrió el último día de enero en la noche a sus ochenta y seis años de edad.

Era casi imposible aceptar que era ella.

Desde entonces entendí que un ser amado muerto no es un muerto.

Retiré la sábana blanca para volver a ver su rostro.

Dejé que mis manos tocaran con delicadeza sus tantas arrugas. Arreglé su cabello canoso. Acomodé su cabeza para que descansara en esa eternidad lo mejor posible.

En esos minutos permitidos regresé a su pasado.

La vi como la madre grande empeñada por los suyos frente al fogón, frente a la batea de ropa o poniendo  en la boca el mendrugo de pan a uno de sus once vástagos.

La recordé siempre afanada.

¿Qué no hizo en la vida de manera digna para sostener a los suyos en medio de las precariedades y de la pobreza maldita e inmisericorde?

Hoy los días han pasado. Pero con el tiempo, mayor es el vacío.

Mis manos anhelan volver a tocarla. Mis ojos  quieren volver a verla. Y mis oídos ansían escuchar su voz aunque tenue.

Ya no está.

De ella, sólo esos recuerdos que incluyen esa foto a final de sus días en la que se aprecia esa sonrisa amigable, tierna, amorosa y sana.

Si como tú, distinguido amigo, tuviera yo esa madre conmigo ahora, correría hasta ella para amarla como si fuera el último día.

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