Una mujer de mecedora

Una mujer de mecedora

Tarde en la noche, tras permanecer sentada en una mecedora frente al televisor, esta cuarentona o quincuagenaria, más que acostarse, lanza el cuerpo en la cama.

Cumplidos los deberes que manda la higiene al despertar, se deja caer pesadamente en una de las mecedoras de la sala, desde donde llama a la trabajadora doméstica para disponer su desayuno.

Esta primera base gastronómica consiste en una abundante tanda de víveres o pan, reforzada con generosa cantidad de mantequilla y queso, y un vaso grande con jugo de fruta o leche, bien endulzados.

Concluida la nutritiva jornada, arrastra el mueble hacia el balcón, y toma asiento para, tras un suspiro prolongado, lanzar esta exclamación:¡ay, la vida!

Desde allí visualiza la marcha de la vida en la calle, y de sus labios brotan las mismas expresiones alusivas a la situación atmosférica cuando cruza frente a ella alguna persona conocida.

-Doña Sumérgida, este calor está acabando con la gente; mi marido y yo estamos durmiendo sin mosquitero, y con el abanico de techo encendido hasta que nos levantamos. Por eso es que la factura del consumo de la energía eléctrica nos está llegando por las nubes.

Quizás se levante un par de veces a satisfacer una intransferible necesidad fisiológica, o para cambiar la mecedora de lugar para ver algunos programas televisivos, o escuchar otros a través de la radio.

Dirige desde allí la labor culinaria de la mucama, con expresiones como las siguientes: pon más tiempo a cocinar el arroz, porque a mí me encanta el fondo del concón…quiero esa comida hoy con mejor “compaña”, porque ayer se te olvidaron las arepitas de yuca…. espero que hayas puesto más arroz en el caldero, porque ayer me quedé topada, botando los gases por el vacío estomacal.

Después de bombearse el almuerzo, generalmente pisado con un buen pedazo de una pasta de dulce criollo, se sienta frente al televisor, lo enciende, y diez minutos después se dispara una siestecita con ronquidos frecuentes.

Al despertar vuelve al balcón y al mueble balanceador, para la misma rutina del monólogo, y en ocasiones el diálogo, con algún caminante.

También a la supervisión de los trabajos de la cena, y tras su ingestión, a la nueva jornada de contemplación televisiva, y luego al merecidísimo sueño reparador de las energías consumidas.

Lo bueno es que esta mujer se queja de sus ciento setenta libras de peso, porque ella “no come tanto, y se pasa el día afanando en la casa”.

 

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