Una mujer ultra violeta

Una mujer ultra violeta

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
La primera vez que la vi creí que se trataba de una feminista “emperrada”, de una de esas mujeres rencorosas y solitarias que odian a los hombres, que los miran como animales adversarios y les acusan de usurpar sus derechos, de limitar sus vidas. Tenía ojos desafiantes, vestía pantalones de vaquero y chaqueta de piel.

Cuando entré al bar El florón reparé en ella porque hacía insistentes señales desde la mesa: levantaba un vaso y movía la otra mano, indicando que me acercara. – Siéntese acá, me dijo, tengo interés en hablar con usted. La miré con atención; llevaba un pañuelo de colores en el cuello que atenuaba la severidad del jacket de cuero. Por la expresión de su cara me pareció una mujer amable y confiada, segura de si. Acomodó su cartera en el respaldo de la silla, desenfundó unas gafas de leer y las puso sobre la mesa. Al inclinarse para buscar dentro de la cartera la miré otra vez de frente. Era un hermoso rostro femenino con una mandíbula y unos ojos que denotaban decisión e inteligencia.

-Pida usted una bebida, dijo sosegadamente. ¿Llamo al camarero? Siento la necesidad de explicarle algunos asuntos. Soy propietaria de una casa colonial de dos plantas que está en la esquina próxima. La casa tiene un sótano y varias galerías subterráneas. Hay dos interrumpidas por derrumbamientos. Ciertos parroquianos de este lugar se reúnen en esas catacumbas a conversar. Otros, sencillamente, “se retiran a meditar” o se refugian bajo tierra. Los tragaluces asoman en la primera planta; aunque no se ven fácilmente, ventilan e iluminan el sótano. Los bebedores habituales de El florón se van muy tarde a dormir; es entonces cuando llegan las personas de cuyas vidas quiero ponerle al corriente. Me han dicho que usted escribe acerca de los enfrentamientos sociales de nuestra época. ¿Tiene tiempo para escucharme en este momento? No es obligatorio que lo tratemos todo en un solo día. ¿Podría volver a El florón en otra ocasión?

-Mire usted, continuó diciendo, es difícil encontrar hormigas o abejas solitarias. Esos insectos viven en colmenas, esto es, en comunidades organizadas. Un hormiguero es un orbe colectivo. No concebimos hormigas “sueltas”; no existen abejas disidentes que se aparten del panal. Pero los seres humanos pueden desgajarse voluntariamente de las sociedades donde han nacido y convertirse en partículas, en átomos desconectados de “la materia” que forman los demás ciudadanos. Los hombres y las mujeres, como usted debe saber, son animales sociales parlantes. Antiguamente el buen o mal comportamiento ético se media a partir de aquello que producía daño o beneficio a la sociedad; pero, además, la moral apuntaba directamente a nuestra propia persona, a nuestros sentimientos de satisfacción, inquietud, angustia o desesperación. Los preceptos morales son sociales, al mismo tiempo que personales o individuales. Los legisladores de todos los tiempos han considerado saludable que los hombres preservaran las sociedades a las que pertenecían. Estaban convencidos de que el todo era más importante que las partes. Sin embargo, puede ocurrir que la sociedad se convierta en un complejo mecanismo opresor de los individuos, y deje de ser un simple marco limitante o regulatorio.

En algunos casos los individuos optan por separarse o aislarse dentro de una comunidad a la que no aprecian. Llegan a vivir “encapsulados” o acorazados, como si segregaran un caparazón protector.

-Me gustaría que usted tuviese acceso al nuevo mundo de las “partículas sociales”, o sea, al de los habitantes atomizados de las ciudades de hoy. Los miles de hombres encerrados en apartamentos protegidos por barrotes de acero, anclados en sillones frente a sus televisores. Hay gente que baja al sótano de mi casa para ver películas pornográficas desvaídas de comienzos del siglo pasado, a leer libros viejos agotados, a escuchar música que no se oye en ninguna parte. Tres de estos excéntricos han tomado en alquiler el sótano. Me pagan bien, no hacen ruido, no ensucian, no tienen peleas. A veces no se dirigen la palabra entre ellos mismos. Mi abogado me recomendó espiarlos “por si resultara al final un grupo político o una secta peligrosa”. Logré instalar un micrófono y un grabador. Parecen sujetos inofensivos que no desean relacionarse con nadie ni actuar en ningún sentido. Quiero desenredar esa extraña madeja. Todos ellos se colocan fuera de la comunidad, son “afueristas” doctrinarios. Me pareció prudente vigilar desde lejos, sin que se vea como una investigación iniciada por la persona que alquila el inmueble. -¿Usted pretende que sea yo quien averigüe algo que no me importa, algo que ocurre en el sótano de la casa suya? No soy abogado, ni policía. ¿Por qué debo involucrarme en estas anomalías domésticas o, si he entendido bien, extravagancias de la conducta de sus inquilinos? – Hoy en día, señor, pueden observarse, en las ciudades grandes, muchas cosas estrafalarias que han terminado por considerarse normales. Suponía en usted gran curiosidad por estos problemas humanos, universales y de indiscutible actualidad. – Señora, la historia sobre la cual me adelanta tantos pormenores consiste en que ahora hay muchos hombres huraños que viven solos y en penumbras. ¿Por qué usted desea, en este caso, ser invisible y transmitir su energía térmica a un desconocido?.

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