Una mujer viva; dos mujeres muertas

Una mujer viva; dos mujeres muertas

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Lidia, mira ese hombre que está sentado en el banco largo de la estación; se parece a Dihigo; – Yo no conozco a Dihigo, nunca lo he visto; todo lo que sé del bayamés lo he oído contar, de tu boca o de la de Pimpollo. Me dijiste que usaba sombrero y tenía bigote, que parecía un maestro rural, que era muy amable y ceremonioso. – Es un hombre de modales  correctos que colabora con la Unidad en todo: historia, folclore infantil, música popular.

La segunda vez que lo ví, durante su última visita a La Habana, hizo una revelación importante de algo que él escuchó en Santiago. Por eso presté atención a la declaración que hizo aquel anciano, la que Medialibra conserva grabada en cinta magnetofónica. Te lo conté el mismo día en que ocurrió. Me dijiste que Medialibra no era de fiar. Escuché la cinta y comprobé que todo coincidía con lo que me había dicho el bayamés en su segunda visita, cuando salió, según dijo, “a matar el tiempo” en Santiago y conoció el pueblo de Cuabitas y la cárcel de Boniato.

El autobús giró en redondo para entrar en una explanada con espacios numerados para los estacionamientos. Antes de que el vehículo se hubiera detenido los pasajeros se pusieron de pie y bloquearon las ventanas. El chofer avisó: – Los pasajeros hasta Camagüey pueden solicitar su equipaje; los que continúen viaje a Bayamo pueden entrar a la estación pero deben regresar al autobús a más tardar en quince minutos. Ladislao y Lidia bajaron del vehículo y caminaron juntos hasta la puerta de salón. Al fondo había una cafetería; las paredes estaban cubiertas con propaganda política. Un cartel con la foto del presidente de Cuba ocupaba gran parte del recibidor. Con la mano levantada el líder cubano pronunciaba un discurso ante una multitud. Ladislao miró a los que esperaban sentados, buscando a Dihigo, con la esperanza de encontrar un práctico de Oriente, un lazarillo, un franqueador. – Señor Ubrique, le esperaba desde hace un buen rato. Ladislao se detuvo. Ahí estaba el bayamés, con su sombrero en la mano, amplia sonrisa y un cuidado bigote con puntas. – Señor Dihigo, ella es Lidia Portuondo, mi acompañante en el viaje. Estará conmigo en Bayamo, en Santiago, tal vez en la Sierra Maestra. – ¿Ella trabaja en la Unidad? – No, ella colabora privadamente en la documentación. También es mi guía en La Habana. – Entiendo, doctor; yo espero serle útil como guía turístico en la ciudad – monumento – nacional de Bayamo.

– ¿Quieren tomar café? – Por favor, tenga la bondad de servir tres tazas de café, dijo el bayamés, dirigiéndose al hombre de la barra. El tipo tenía ya tres tazas preparadas en una mesa auxiliar; las colocó enseguida sobre la barra.  -Aquí tienen el azúcar y las cucharillas. Sean bienvenidos; tengan un feliz viaje a la ciudad monumento. – Señor Dihigo, agradezco mucho la cortesía suya de esperarnos en la estación. – Me da gusto servir a usted, doctor. De Bayamo a Camagüey el camino es muy corto; largo ha sido para ustedes que vienen desde La Habana. Podrán descansar en Bayamo antes de seguir a Santiago. – Debo informarle, señor Dihigo, que Lidia ha descubierto que la señora francesa acerca de la cual me dio usted tantas referencias, vivió en La Habana años después de salir de Oriente; antes de emigrar a Santo Domingo. Lo ha sabido por pura casualidad. – Ha tenido suerte, pues se trata de asuntos añosos que importan ya a muy poca gente. La francesa no tiene parientes en Cuba. ¿Quizás los tenga en Santo Domingo? No puedo saberlo yo, pues salgo poco de Bayamo. Esta noche hablaremos con Valdivieso; él tal vez le sea de gran ayuda en Santiago. Como sabe ya, la francesa contó gran parte de su vida al licenciado Ruiz Medallón.

Valdivieso está emparentado con ese viejo notario y conoce algo de la historia que usted anda rastreando. La mujer de Ruiz Medallón odiaba a la francesa; no tuvo paz hasta que ella se fue de Santiago. Ella dictaba al notario: pero el idioma español no lo había aprendido bien todavía. Tardaba horas en la redacción y aprobación de los papeles; ella los corregía; buscaba en los diccionarios las palabras apropiadas; y en eso ayudaba el propio notario. Las sesiones eran largas. Ruiz Medallón tuvo que extender el horario de su oficina para no descuidar el servicio de sus clientes fijos. Llegaba tarde a su casa; su esposa reñía con él a la hora de la cena.

– Ladislao, ya es hora de abordar el autobús, recordó Lidia, empujando su taza sobre el mostrador. El bayamés abrió la puerta de la sala de espera y la mantuvo sujeta hasta que Lidia y Ladislao salieron. Entonces salió él, se puso el sombrero y siguió a la pareja. Sentados en el autobús Lidia apretó con la mano el muslo de Ladislao: – ¿Ves ahora lo que te he dicho antes? Camagüey, Cuba, 1993.

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