Una nevera humana

Una nevera humana

Durante sus años de  mocedad mi padre conoció a una laboriosa costurera, que se caracterizaba por una calma que sacaba de quicio a sus parientes y relacionados, por lo cual le fue aplicado el mote de doña nevera.

Convivía  con un hombre faldero, y cuando alguien intentaba ponerla al día sobre los brincos donjuanescos de su cónyuge, lo paraba en seco, sobre todo si quien lo hacía era una mujer casada.

– Hey, un momento, que lo mismo que me puedes contar sobre mi compañero, lo puedo hacer sobre el tuyo; porque todos los machos de este país, desde que tienen oportunidad de levantarse una hembra, la aprovechan. Además, como no ando averiguando lo que hace en la calle aquel con quien comparto la cama, vivo tranquila, quitada de bulla, sin sobresaltos; por eso como bien, y duermo mejor.

Contaba la gente que un día sorprendió a su concubino en una tienda de tejidos, acompañado de una joven de rostro hermoso, y anatomía portadora de curvas.

Sin inmutarse, saludó a la muchacha con una palmada en la espalda, y volviéndose hacia el,  le dijo:

– Ponle un zipper al bolsillo donde portas la cartera, porque cuando una jovencita le hace caso a un hombre que le lleva muchos años, es con la intención de que le endulce la vida con azúcar de billete de banco.

-Cuando afectado por una grave enfermedad, y después de ser internado en un hospital público, el mujeriego falleció, la mujer recibió la noticia cuando estaba enfrascada en la confección de un vestido.

 La portadora de la infausta nueva fue una hermana del occiso, quien luego repetía las palabras con la cual su cuñada la acogió.

 -Si me hubiera echado encima los sufrimientos que en otras mujeres generan los cuernos de sus compañeros- habría dicho la supraserena dama-  me hubiera ido hacia el otro mundo primero que él. Pero como nada me sorprende ni me altera, y tengo que seguir viviendo y comiendo, terminaré el vestido que estoy cosiendo, antes de iniciar las diligencias del entierro de ese sinvergüenza; porque ya el muerto no me necesita, pero sí la dueña del vestido.

Y uniendo la acción a las palabras, continuó aplicando puntadas a la tela.

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