Una ofrendita ligera

Una ofrendita ligera

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Cada vez que llegaban las notas aparecía mi tormento. Aquella odiada letra, siempre al lado de la casilla que daba cuentas de mis torpes progresos en caligrafía, espantaba toda mi alegría: por más que lo intentara, y sólo Dios sabe cómo lo intentaba, no había manera de que pudiera enderezar los trazos y hacer legibles mis palabras.

En esos momentos, antes de que papá llegara y me castigara nueva vez a copiar íntegramente los textos de «Los Miserables» (que al crecer nunca fui capaz de leer, por cierto, ya Víctor Hugo aún me sabe a tormento), no me quedaba más que alzar el vuelo y olvidar: en el techo, lejos y a salvo, salía a recorrer las nubes y me perdía.

Desde aquel entonces el cielo es mi refugio. En las nubes me escudo y, viajando sobre ellas, soy capaz de olvidarlo todo. En ello estaba hace una semana, intentando no pensar en las noticias que descubriría una vez que llegara al periódico, cuando un señor tocó mi ventaba y me obligó a aterrizar de golpe y porrazo en la realidad: «una ofrendita ligera para el Señor», me dijo el tipo en cuestión mientras me mostraba una calcamonía en la que se veían el cielo, una paloma y una loa salvadora.

Al escuchar sus palabras, y despedirlo decentemente diciéndole que no tenía nada porque aún faltaba mucho para cobrar, no pude más que hacerme las más variadas preguntas. Para comenzar, lamentando no habérselo preguntado, me quedé con la siguiente duda: la ofrenda, ¿era para alguna iglesia o para él?.

Obviando lo incierto del destinatario, debo reconocer que este nuevo estilo de recaudar dinero me cautivó. Sin promesas de gloria ni de perdón, sin excusas grandilocuentes, sin rostros ajados o cuerpos mutilados que muevan a la compasión, ésta ha sido la ofrenda más sincera que me han pedido: la única arma para obtenerla era apelar a mi fe y mi buen humor.

Tras pensar detenidamente en ello, me di cuenta de que en el fondo esta ofrendita ligera es igual a la que hacemos cada vez que pagamos los impuestos: nunca sabremos quién será el beneficiario de ellos, si es que hay alguno más que aquel que los cobra, ni recibimos alguna gracia por ello.

Para tomar sólo un ejemplo, hablemos de nuestro tormento semanal: la gasolina que, sin importar cuánto varíe el precio del crudo, sube sin rechistar (cuando baja ni se siente, por lo escueto de la reducción). La mayor parte de su precio, sin embargo, se debe a los impuestos.

Ahora bien, ¿hacia dónde van esos ingresos? ¿Qué se hará, por otra parte, con el superávit de 11,500 millones de pesos que alcanzó el Gobierno con las recaudaciones que tiene hasta el momento? ¿Qué planes hay para lo que recaude cuando nos cobre la placa, la revista y todos los impuestos anuales que aún quedan por delante?.

Jugando a soñar, como cuando era pequeña, me gustaría pensar que esos recursos se destinarán a resolver algunos de los tantísimos problemas que tenemos; siendo realista, y con las elecciones presidenciales cada vez más cerca, me temo que nuestros impuestos serán la ofrenda pesada con la que se habrá de garantizar la democracia local.

Con un país en el que nadie garantiza ni los servicios más básicos, con ciudades en los que existen canteras en vez de calles y con niños que se van a la cama sin saber lo que es comer bien, es hora de que comencemos a pensar en el curso que se le da a los ingresos fiscales.

Nunca dejará de indignarme que, mientras nosotros nos dedicamos a costear las excesivas campañas de los partidos políticos, son muchos los dominicanos que necesitan una ofrenda ligera. Ligera en trabajo y en salud, ligera en educación y oportunidades, ligera en seguridad y futuro; ligera, tan ligera que encuentre alas para volar y llegue a todos sin que tengamos que mendigarla.

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