Una oportuna reflexión

Una oportuna reflexión

R. A. FONT BERNARD
En la recién celebrada Feria del Libro localizamos, en una estantería de libros usados, el libro titulado “Así cayó Alfonso XIII, de la autoría del ya fallecido escritor Claudio Sánchez Albornoz. Este, como se sabe, fue un testigo excepcional de los acontecimientos que narra. El 14 de Abril del 1931, se celebraron en España unas elecciones municipales, ganadas por la monarquía, no obstante la amplia mayoría obtenida por los republicanos, en las principales capitales de provincias, entre ellas Madrid, Valencia, y Barcelona. En éstas se impuso decisivamente el voto de los trabajadores, en una multitudinaria inclinación, en favor de un régimen republicano.

Sorprendido por la magnitud del voto obrero, el Rey Alfonso XIII decidió dirigirse a la nación, mediante un mensaje, en el que expuso su decisión de abandonar el país, bajo la consideración de que las elecciones revelaron que ya disponía del apoyo del pueblo. “Mi conciencia me dice -expresó don Alfonso-, que ese desvío -los resultados electorales-, no será definitivo, porque procuré siempre servir a España, puesto mi único afán en el interés público, hasta en las más críticas coyunturas”.

Coincidente con el abandono del país, por parte del Rey, se organizó precipitadamente un gobierno provisional, constituido por las más heterogéneas agrupaciones políticas minoritarias, a la cabeza de la cual figuraron líderes que regresaron del exilio, juntamente con otros que hasta el día de las elecciones guardaban prisión en la Cárcel Modelo de Madrid. Los nombres de los nuevos gobernantes -Alcalá Zamora, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos y Manuel Azaña-, hasta entonces dotados de una relativa nombradía política, comenzaron a figurar en los titulares de los periódicos de circulación nacional.

Consta, sin embargo, que la mayoría de los nuevos gobernantes no tenía una experiencia previa del poder político, por lo que, como dijo luego uno de ellos, la II República estaba de antemanos proclive a fracasar. El poder se les fue de las manos, porque en los consejos de gobierno perdían el tiempo, discutiendo en torno a los temas gramaticales.

Consecuente con los compromisos contraídos con las organizaciones sindicales, los nuevos líderes empeñados en la abolición de la monarquía, permitieron que el sindicalismo se fragmentara en numerosas confederaciones, correspondiendo cada una de ellas a los respectivos intereses políticos, participantes en el poder. La lucha por la total posesión de ese poder, germinó desde los primeros días de la instalación del gobierno. Cada central de trabajadores intentaba superar a las demás, con una secuencia de huelgas, denuncias y contreñimientos, supuestamente organizadas, con el propósito de defender las legítimas reivindicaciones del proletariado.

Uno de los intelectuales, llamados “parteros de la República”, don Ramón Pérez de Ayala, advirtió en vano a los esfervorizados sindicalistas, que no era el momento de iniciar una lucha por el poder, sino por el porvenir del país. “Todos cuantos se equivocan -afirmó el autor de “Troteras y Danzaderas” -se quedarán sin el poder y sin el país”. Pero como ha sucedido en la mayoría de los países, los sindicalistas españoles de aquella época, no se percataron de que con la caída de la monarquía se había iniciado una nueva etapa política, pero no necesariamente una etapa revolucionaria.

En la elecciones generales del 1936, triunfó el llamado “Frente Popular”, una coalición de partidos de tendencia “populista”, creada según sus organizadores, “para buscar los elementos de una restauración, o de una revolución”. El triunfo del Frente Popular previno a las Fuerzas Armadas, al contemplar la pasividad del gobierno frente a la virtual paralización del país, afectado por una prolongada secuencia de huelgas, provocadas por el fragmentado sector sindical. La situación creada alarmó el líder socialista Indalecio Prieto, quien refiriéndose al desorden y a la violencia que afectaban la normalidad de la Nación, previno que por ahí no se iba a las reivindicaciones. Con ello, como lo señaló premonitoriamente don Indalecio, sólo se favorecía la reacción interventora de los militares. Avizoraba el líder socialista la inminente disolución de la democracia del país, provocada por la ignorancia y la irreflexión sindical, actuando como agente inconsciente de las derechas, nostálgicas de la monarquía.

Y así fue. El 17 de julio del mismo año se sublevó el Ejército acantonado en las posesiones españolas del norte de Africa, bajo la jefatura del general Francisco Franco. Un movimiento destinado, según sus patrocinadores, a rescatar a la Nación del desorden y la anarquía, que en el curso de los siguientes tres años produjo un millón de muertos, el exilio forzado de los líderes sindicales, y la refundición del sindicalismo republicano, en una nueva organización, creada a imagen y semejanza del insurgente poder militar.

Quienes derribaron la monarquía española, el año 1931, cuando asumieron el poder, no supieron qué hacer con él. Y los líderes sindicales, que cayeron en la trampa del inicio de un cambio, delirante y demagógico, comprobaron, ya demasiado tarde, que la actividad política está apoyada en un eje movible, por lo que el sindicalismo debió mantenerse al margen de la política, o por lo contrario, afiliarse a la política y correr el riesgo de desequilibrar, en su perjuicio, lo que estaba aparentemente desequilibrado.

Desde los tiempos más remotos se sabe que los conocimientos del pasado pueden ayudar a comprender el presente, y las perspectivas del porvenir.

Una experiencia que aparentemente ignoran muchos de los políticos criollos, que ofertando sueños y quimeras, ignoran que, a virtud de la teoría de la arritmia histórica, los pueblos buscan alguien que sea para ellos el guerrero invencible de los cuentos de hadas.

El fracaso de la II República Española es una experiencia ya lejana.

Pero para los que desafortunadamente sabemos leer, el señor Hostos está cada vez más presente, desde cuando sentenció en la primera graduación de los maestros normalistas, que “el desorden, en el partidarismo político, no es un hecho en el orden social, sino un estado de decadencia institucional”.

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