Caminando en la mañana frente de un prestigioso colegio infantil del sector de Gascue, vi una hermosa niña de manos de su nana camino a clases. Me llamó la atención lo bien arregladita y coqueta que lucía.
Al acercarse me sorprendieron las prendas que exhibía. Unos llamativos aretes, una cadena al cuello y un guillo de oro. No pude evitar los instintos protectores del abuelo experimentado.
Le comenté a su acompañante que esa niña de por sí era un tesoro, que no debían ponerle tantas joyas y exponerla a una agresión traumática en caso de que apareciera un desaprensivo y la asaltara.
A sabiendas de que semejante decisión no era de la joven niñera, le pedí que le transmitiera mi sugerencia a la madre de la infante que con una sonrisa angelical me miró ajena a mis inquietudes.
Soy abuelo y el mal que no quiero para mis nietos tampoco lo deseo para ningún otro niño y por eso escribo estas líneas dirigidas a los padres que, por vanidad, cometen esas imprudencias.
Esos padres por muy en la nube que vivan, son conocedores del alto nivel que ha alcanzado la delincuencia en nuestro país y por eso constituye una irresponsabilidad mayor exponer a sus hijos a un asalto.
Esto sin considerar el daño que en su formación pueda originarle el asistir a un centro de enseñanza cargados de prendas, desvirtuando el espíritu de una sana y correcta educación.
Los centros educativos debieran, como en los países avanzados, establecer normas de uniformidad no solo en las vestimentas, prohibiendo radicalmente, la exhibición de joyas y cualquier otro elemento de distracción en los alumnos.