Una regla de oro escondida

Una regla de oro escondida

Muy temprano, tras la constitución de un Estado federado por trece de las antiguas colonias inglesas del norte del continente, Alexander Hamilton sostuvo la teoría de que era preciso apoyar la inversión. Un pueblo progresista y satisfecho, sostuvo como Secretario del Tesoro, depende de la capacidad pública para impulsar la riqueza privada.

Abogó, en un mensaje al Congreso, por la creación de fondos presupuestarios destinados a erigir obras de infraestructura social e incentivar a los sectores productivos.

Casi siete decenios más tarde se estableció la República Dominicana y se constituyó, en consecuencia, el Estado Dominicano. Un análisis de la Ley de Gastos Públicos de 1845/1846, nuestro primer instrumento de esta naturaleza, es sintomático respecto de nuestras inveteradas inclinaciones. La lista de gastos incluye lo que hoy llamamos transferencias corrientes a instituciones y particulares, y, por supuestos, sueldos y pensiones. También compra de enseres, es decir mobiliario y material gastable. Pero ninguna forma de gasto de capital.

En 1957 se publicó la versión en español de una obra de David Cushman Coyle sobre el sistema político estadounidense, que pasa revista a los mecanismos que usa su gobierno para apoyar un sector privado pujante. Coyle parte de los días en que Hamilton propugnaba por la mencionada política, y su estudio revela la inalterabilidad de la misma. No necesitábamos, empero, que Coyle nos lo dijese. Quien observe cómo funciona aún hoy día esa nación, sabe que la inversión en infraestructura social y el estímulo a los productores es una constante que no cede ni en tiempos de guerra.

Los primeros atisbos del soporte por vía de recursos públicos entre nosotros, de infraestructura social o apoyo a la producción aparecen bajo el régimen de Ramón Cáceres. Antes, bajo el gobierno de Ignacio María González se acogieron las más innovadoras iniciativas destinadas a crear riqueza.

Fueron los días de la instalación de los primeros grandes ingenios azucareros o las industrias de transformación. Pero todavía nuestros presupuestos estaban atados a los reclamos de la politiquería.

Por ello quizá, Buenaventura Báez no responde a Pedro Francisco Bonó cuando este le pide que el Gobierno Dominicano financie una descascaradora a los productores de arroz del nordeste. )Qué importancia podía tener esa máquina cuando era imprescindible ofrecer prebendas y canonjías a los conmilitones?

Esta tendencia no ha cesado nunca. En cierta medida explica el descalabro de la economía en el período constitucional que ahora llega a su fin. Y explica la alta tasa de rechazo al Presidente Hipólito Mejía. Y su aplastante derrota en el intento de reelección.

Con Ramón Cáceres comienza un cambio. Anula el sistema de concesiones para construir obras de infraestructura social u ofrecer servicios, sistema que dio lugar en el siglo XIX a fraudes y frustraciones. Con él asume el Gobierno Dominicano su responsabilidad natural de ofrecer estos bienes a la sociedad. La misma se acentúa bajo la administración de los estadounidenses en 1916, y cobra pleno auge con Rafael L. Trujillo.

En su retorno al poder en 1966, Joaquín Balaguer abre un período en el que el ahorro público interno llega a niveles nunca vistos. Los recursos se destinan a la erección de obras de infraestructura, y la Administración exhibe logros como los de construir más de seis mil viviendas por año o más del equivalente de dos y media aulas escolares por día/año. Se levantan las grandes presas hidroeléctricas, hospitales, y otras obras que, a su vez, impulsan empresas privadas de diverso tipo, y una nueva clase media.

Pero, )qué proporción del ingreso público debe destinarse a ese ahorro público? )Qué porcentaje debe destinarse a los gastos operativos de los gobiernos central y locales? )Cómo puede un presupuesto público ser instrumentado de manera que se constituya en herramienta de impulso al desarrollo de una Nación? )Acaso la proporción que se dedica al pago de empleados no está llamada a influir sobre el crecimiento del mismo modo en que operará la que se invierte?

Balaguer creyó en la inversión directa e indirecta, y se valió de ella, incluso como herramienta de promoción política. Muchos le criticaban porque llegó a dedicar hasta un 65% del ingreso público a inversión, manteniendo constreñidos en un 35%, los gastos del funcionamiento de la Administración en algunos años.

Pero, )cuál es, entonces, la proporción adecuada? La economía no ofrece respuesta precisa. Las experiencias dominicanas, sin embargo, permiten atisbar un indicio. Se ha logrado no sólo crecimiento, sino alguna forma de desarrollo, bajo administraciones que produjeron ahorro público al controlar el gasto operativo y promover inversiones. En cambio, la nación ha sentido el peso de las calamidades cuando el dispendio bajo diversas excusas, ha distinguido al gasto público.

El retorno de Balaguer en 1986 estuvo signado por el progreso de los llamados «doce años». En ese momento el triunfo trascendió persistentes campañas orientadas a su descrédito debido a los conocidos crímenes acaecidos en aquél período. Las gentes ponderaron el progreso resquebrajado en los gobiernos que le sucedieron, en vez de las improbables acusaciones que se lanzaban en su contra. La reciente derrota del Presidente Mejía se marca por una burocracia hipertrofiada con la que se pretendió apuntalar su influjo político, y por las crecientes obligaciones financieras.

Es el sentido común, por tanto, el que encierra la regla de oro en materia de gasto público. Porque tal vez bajo determinadas circunstancias, un gasto operacional de altos niveles sea lo aconsejable. Pero en nuestro país, una inversión pública significativa, destinada a infraestructura social y a impulsar la producción, repercute de modo directo sobre la pobreza, al promover la persona humana.

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