Tenía razón José Rafael Sosa cuando nos dijo que la semana pasada esta salida no reflejó el dolor que, según presumía, debía sentir mi alma -y reflejaba mi cara-, por la situación entonces crítica de la salud de Yaqui Núñez del Risco.
Para nadie es un secreto que Yaqui, además de ser mi maestro personal, ha sido un guía constante de mi desarrollo profesional. Nunca ha abandonado la tarea de indicarme el mejor camino, de regalarme el mejor libro o de darme la mayor demostración de amistad y de amor cuando mis ánimos caen o cuando percibo que algún camino se cierra.
De repente, un buen día, de esos malos que uno descubre que aún así hay esperanza y vuelvo a sonreír (como cuando mi padre murió y meses después aún con el dolor en carne viva, me dije bueno, me queda Yaqui).
En estos días aciagos, cuando todas las puertas y ventanas parecían cerrarse, una dulce alegría alentó mi corazón.
Fue el canto de la oración apasionada que se constituyó en la punta de lanza de la lucha del pueblo por la vida de Yaqui.
Esa fe común y esa repentina valoración de un hombre grande en genialidades y de una estatura incomensurable cuando se habla de bondad y generosidad. Padre de muchos profesionales y de muchos proyectos en los que ha quedado anónimo. Maestro que nunca ha parado en su vocación de hacer de la cultura una sabrosura diaria a la que Dios le ha dado nueva luz. Amén.