Sí, tengo que confesar que soy de las personas que prefiero una mentira piadosa a una verdad excesivamente cruel.
Eso desde que mi razón pudo discernir entre el dolor que puede causar la realidad pura y dura, sin maquillajes.
¿Quién le ha dado derecho a los otros a abrirnos los ojos con una realidad que para ellos es la única posible, y que quizás para mí, sea simplemente una más, una de las posibles?
Bueno, esto viene a cuento por varias situaciones, primero porque una amiga me contó, como terminó con las expectativas de su hijo ante su larga lista de pedidos a los reyes magos.
Mi hijo, los reyes no existen. Todo eso es una mentira para vender regalos y yo no tengo dinero. Así que tu listica ve echándola a la basura, que si aparece algo, yo te compro lo que pueda.
Dicho así, yo me pongo en el lugar del niño y prefiero la mentira, quizás que el camello se enfermó… o lo que sea. Suspiro para el bizcocho.
Luego viene el caso de una amiga que estaba felizmente casada hasta que el chofer de su marido decidió desquitarse un asunto monetario contándole lo de la amante, el nombre, la dirección y el tiempo que tenía con la otra. ¡Qué manera de cobrar y de hacer daño!
Aunque a veces la verdad también paga bien. Por ejemplo, nosotros los adultos, aunque sabemos de toda la vida que los reyes no han vuelto. Recibimos con ilusión el mito.