Tengo la certeza de que la única forma posible de vivir es con aire. No con el aire acondicionado de una habitación a la que no se le pueden abrir las puertas, porque el aire se escapa y el espacio se calienta. No con el aire que hay que conectar para que funcione, sino todo lo contrario.
Hablo del aire desenchufado. Ese que no necesita que lo encierren, porque él no se deja encerrar.
Es del aire libre, pero no del patio de la casa. Me refiero al que se respira en espacios ajenos a nuestros ajetreos y a nuestros compromisos.
Hablo de salir de la ciudad, algo como ir a San Cristóbal o o a San Pedro de Macorís, con la excusa de comernos un pastel en hoja, o a Santiago a comernos un quipe.
Me gustan, por ejemplo esos viajes inesperados de nuestro amigo Mariotti, quien nos invita a comer y cuando venimos a darnos cuenta estamos en Bahía de las Águilas o en Punta Rusia.
Hay quienes sostienen que para comerse un pescadito no hay que ir tan lejos, sin embargo, creo que ninguna comida sabe tan buena como la que probamos después de haber llenado todos los demás espacios de nuestra alma.
Los ojos satisfechos de tantos paisajes. La nariz, feliz desde que deja atrás la contaminación de la ciudad, se regodea inhalando y exhalando un mejor aire… y el hambre entonces no es producto de la ansiedad, sino del gozo. Como ese que yo siento cuando viajo a Monte Plata a la casa de mi madre, a comer, y ya.