La dominicana es una sociedad fragmentada, dispersa. Las características del desarrollo de su aparato productivo y las prácticas antidemocráticas de su élite política han provocado una amplia dispersión y segregación de los habitantes.
En estos momentos cerca del 60% de la población trabaja en el sector informal de la economía, y en este segmento la división entre profesionales independientes, chiriperos, técnicos, comerciantes, motoconchos, trabajadoras domésticas, transportistas, campesinos y otros es inmensa. Estos trabajadores y trabajadoras informales carecen de articulaciones intersectoriales, de gestión común de sus intereses. Son como cientos de miles de islas flotantes que padecen una misma realidad, pero difícilmente coinciden en la cotidianidad para compartir visiones, demandas, propuestas o expresiones planificadas de solidaridad. En la informalidad hay poco espacio para unir fuerzas y enfrentar los embates de la realidad de manera conjunta. La sobrevivencia cotidiana va dictando las prioridades con el paso de las horas.
Si pensamos en la situación rural el sujeto a identificar es aún más difuso. De acuerdo al Ministerio de Agricultura, más del 90% de la mano de obra de los campos dominicanos pertenece a trabajadores inmigrantes haitianos, en mayoría indocumentados a los que no se les permite articularse para defender sus intereses.
En el caso de los pequeños y medianos productores se sabe que estos apenas subsisten, por causa de sus bajos niveles de productividad, la falta de fuentes de crédito y otras dificultades para competir con las crecientes importaciones gestionadas desde el mismo Palacio Nacional.
Por otro lado, los hombres y mujeres que trabajan en las empresas privadas sumaban en mayo del 2016 alrededor de 1 millón 290 mil 864, cerca del 70% de los empleos registrados en la Tesorería de la Seguridad Social (TSS). Además de vivir en condiciones precarias y de alta vulnerabilidad (el salario mínimo más alto apenas cubre el 30% de la canasta básica promedio), estos trabajadores tienen serios problemas para expresar sus intereses colectivos con algún tipo de fuerza significativa. Mientras la dirigencia sindical del país se mantiene congelada y conteste con los intereses de las élites políticas y económicas, los empleados privados tienen limitaciones para organizarse o conformar sindicatos. El derecho que está reconocido en la Constitución y en el Código del Trabajo es denegado frecuentemente en la práctica, y quienes se atreven a reivindicarlo fácilmente pierden en el acto su puesto laboral, ante la mirada cómplice de las autoridades del Estado.
En el sector público la realidad es bastante particular. Allí está más del 30% (650,000 si se toman en cuenta las botellas) de empleomanía del país. Pero de esta cantidad hay que diferenciar las botellas, personas que cobran sin trabajar, por el solo hecho de prestar algún servicio al partido de Gobierno o formar parte de sus reservas electorales. También están los que son militantes y ocupan una función como botín, pero no tienen nada que ver con la misma. Solo están asistiendo a un puesto para cobrar, sin ningún compromiso con la protección de lo público. Y están los verdaderos servidores del Estado, los cuales, con o son sin relación con el partido de Gobierno, tienen consciencia de la importancia de su trabajo y tratan de realizarlo de la mejor manera posible. En estos grupos no hay visiones comunes. Son sectores con intereses y perspectivas de la vida diferentes.
En cuanto al empresariado se observa que el Consejo Nacional de la Empresa Privada (CONEP) y sus extensiones (ANJE, AIRD, COPARDOM…) mantienen casi la totalidad de la representación sectorial, a pesar de que el gran empresariado apenas constituye el 3% del tejido productivo nacional. El 97% de las empresas dominicanas son micro, pequeñas y medianas empresas, dispersas por todo lo largo y ancho del país y con ínfima articulación y capacidad de incidir en la dinámica del poder político.
A este escenario se debe agregar la desmovilización que provoca una tasa general de desempleo de 15% y un desempleo juvenil de 30% (todo un ejército de jóvenes desarticulados de la dinámica productiva de la sociedad), además del millón de personas capturadas cívica y políticamente a través de los subsidios sociales del Gobierno.
Para colmo, esta dispersión de los espacios de trabajo y vida de los dominicanos y dominicanas se profundiza por la vía de la cultura hegemónica del neoliberalismo. La expresión cultural de esta corriente económica impuesta a República Dominicana, América Latina y la mayoría de la humanidad identifica los proyectos individuales como los mejores modelos de éxito y progreso social, mientras estigmatiza el valor y la eficacia de toda visión de progreso colectivo, de bien común. El emprendurismo, el coaching, los innovadores, los que corren de prisa y son capaces de vencer todas las circunstancias sin quejarse o criticarlas son los modelos a imitar. La pobreza, la exclusión, la falta de acceso a servicios de salud o educación de calidad, el chiripeo en las calles… son, desde esta perspectiva, simple expresiones de la incapacidad individual, de la falta de visión y esfuerzo de quienes la padecen. Visto así, la solución a los problemas sociales son respuestas individuales: producir dinero para pagar educación privada, comprar inversor para los apagones, tener cisterna o tinaco por si falta el agua, andar en carro propio porque el transporte público no sirve, y además es de pobres. Estos patrones culturales se difunden y refuerzan a diario en la televisión, la radio, la prensa y en los espacios recreativos frecuentados por la población, desmontando progresivamente los lazos de solidaridad y empatía que se producen en la vida en familia, en los espacios laborales o en la adversidad compartida.
Esta fragmentación de la población dominicana representa un gran desafío para quienes deseen diseñar y materializar un cambio político profundo en el país, pues no existe un sujeto social lo suficientemente sólido, consciente como para constituirse en mayoría o impulsarla en un corto plazo. Al parecer se necesita primero diseñar un conjunto de incentivos y articulaciones que movilicen a personas de los más diversos sectores hacia un proyecto de bienestar común. Si es el caso, la tarea es titánica y requiere de las más importantes funciones que puede tener cualquier liderazgo o proyecto político en el mundo: construir sentido, generar esperanza, articular voluntades y construir el futuro.