Una sociedad podrida

Una sociedad podrida

FABIO R. HERRERA-MINIÑO
El deterioro de la familia en los pasados veinte años va llegando a su culminación, cuando la maldad y la corrupción se va regando por todo el cuerpo social de la Nación dominicana, y los pequeños grupos que se aferran a los valores morales de antaño se tambalean ante el empuje de una sociedad en que una buena mayoría busca el mayor beneficio o placer, al mínimo esfuerzo, arrollando a los demás, sin importar quién caiga.

El cuerpo de la Nación está podrido. Esto se revela cuando uno de los integrantes más importante, al cual se le ha encomendado velar por la seguridad de bienes y vidas, ha caído en un descrédito total, al descubrirse lo que ya se conocía entre bastidores, de como muchos oficiales y alistados usufructuaban los vehículos que eran recuperados de los robos y no se les devolvían a sus dueños.

La institución del orden ha caído en un bajo nivel de credibilidad, y roza los niveles de podredumbre que exhiben los cuerpos de policías de algunos países centroamericanos, en donde la mordida mejicana es famosa en el mundo entero, y ha sido motivo de muchas películas norteamericanas, que agrandan la magnitud del problema de la corrupción.

Los dominicanos admiran la valiente postura asumida por el jefe policial, y sin temer que el descrédito acabe de arropar a la policía dominicana, se decidió con responsabilidad y coraje, hacerle frente a una costumbre, en que el cuerpo del orden se considera como el mayor responsable del auge del delito y más ahora que ha aumentado de mala manera para hacerle la jefatura imposible al mayor general Pérez Sánchez.

El cuerpo social de la nación está podrido. Nuestras familias se han derrumbado de mala manera contando con un porcentaje de divorcios superior al 55%, apenas hace unos cinco años llegaba ya al 45%, cifras de por si muy altas que señalan la poca preparación y comprensión de las parejas, así como de las deficiencias educativas y culturales de los jóvenes, que muchos prefieren unirse sin comprometerse a firmar un acta en una iglesia o en la oficialía civil.

Desde el núcleo familiar desmembrado y podrido, sus miembros buscan satisfacer sus pretensiones de riqueza, placer o de bienestar en una sociedad pobre, sumergida en una severa crisis económica, donde se han producido los trágicos sucesos de muerte a las parejas, de personas indefensas o de asesinatos múltiples, muy cuestionados en cuanto a los motivos y propósitos de tales matanzas, que han alarmado a la población, dando lugar a que un temor difuso se apodere de la misma. Ya ésta comienza a dejar desiertas las calles y lugares públicos en perjuicio de las actividades nocturnas, que antes constituían el escape de la población.

No hay dudas que los problemas de las familias desunidas, y de las ambiciones, se reflejan en las actividades de la sociedad. Incluso con las nuevas generaciones de empresarios, que han tomado las riendas de las empresas que fueron de sus padres o abuelos, las han llevado a ser maquinarias inhumanas e inminsericordes de hacer dinero, atropellan y desconsideran a quienes les quedan mal, o se atrasan en los pagos de las deudas, cuando los dueños originales tenían mayor consideración a quienes habían sido sus fieles clientes de muchos años.

Lo anterior plantea la realidad de que la sociedad está carcomida por todos los males de las ambiciones. Los rasgos morales y religiosos, que pudieran amortiguar esa conducta arrolladora, ha ido desapareciendo, y en los sectores con menor educación formal, se traduce en la violencia que campea por sus fueros en las calles y en la presencia de la inseguridad con tantas familias arrasadas e inexistentes. Ya no existe la educación ni la formación cívica que servía de freno a las pasiones primitivas de los seres humanos, que se controlaban por el trabajo formativo de instituciones serias y responsables. En el policía se ve alguien en que no se puede confiar, por los sucesos recientes, y más cuando los mismos policías proclaman que no pueden atender denuncias, ni acudir en ayuda de barriadas azotadas por el delito; solo queda recurrir a la protección divina para que el caos no estalle en las calles y no colocarnos a la par de nuestros vecinos haitianos, que están sumergidos en el caos cívico, pese a la presencia de miles de soldados de diversos países, enviados por las Naciones Unidas, para imponer el orden y allí nada se ha podido lograr. Es tiempo que la tolerancia cero, proclamada por el presidente Fernández, sea una realidad. No debe ser solo para establecer con energía el respeto a la vida y propiedades, sino que se reformulen los programas de educación para ver si es posible devolverle el valor y principalía al núcleo familiar casi destruido.

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