Una vida oral

Una vida oral

El tiempo solo contribuye a acercarnos a la muerte, pero es peor lo que muere dentro de nosotros mientras vivimos. No tenemos más vida interior que nuestras palabras. Nos contentamos con una existencia oral.

Nunca afirmé que el cambio fuera fácil aunque necesario, que el objetivo de transformación que asumimos como motor de la conciencia social todos aquellos que creemos que otro mundo es posible fuera una tarea sencilla que no entrañase esfuerzo y dificultad. Más bien al contrario, por su complejidad, he ido profundizando en las raíces ideológicas que condicionan la crisis sistémica para determinar qué principios deben sostener el nuevo modelo y para ello es preciso sin duda modificar conductas y ajustar comportamientos que no son dignos –y nunca lo fueron– a una ética que respete derechos fundamentales, como que ningún hombre es mejor que otro hombre o que todos somos iguales ante la ley, y una moral que eleve la condición humana hasta una categoría metafísica en la que lo espiritual esté por encima de lo material.

No es sencillo, ya lo sé, pero resulta elemental para poder realizarnos como seres humanos, tanto desde el punto de vista individual como colectivo. No se trata de descubrir una realidad distinta o adorar a nuevos dioses portadores de verdades eternas y paraísos perdidos. Desde los griegos hemos avanzado muy poco filosóficamente hablando; las preguntas siguen siendo las mismas. Es en las respuestas que proponemos a todos estos interrogantes donde es preciso incidir para poder pasar a la acción.

Resulta humanamente comprensible toda esa resistencia al cambio, el temor a lo nuevo, la incertidumbre ante lo desconocido. Los psicólogos han estudiado ese miedo irracional al cambio y han identificado sus causas, así como las disfunciones que provoca. Los sociólogos también y hemos denominado este trastorno del comportamiento y los síntomas que lo definen como el síndrome de la procrastinación, es decir, la tendencia a postergar indefinidamente acciones que debemos emprender, situaciones que hay que atender con urgencia y a las que damos la espalda sustituyéndolas por actividades más agradables e irrelevantes que nos cuesta menos asumir, sobre todo porque identificamos el cambio con el dolor y el miedo, sentimientos que la razón somete y dimensiona hasta el punto que se supeditan a nuestra conciencia y también a nuestra dignidad.

Esa sensación de constante amenaza, de angustia permanente y zozobra indefinida nos conduce a una experiencia vital en la que el miedo nos convierte en esclavos de nosotros mismos. Si de forma permanente evadimos nuestra responsabilidad, acabaremos sucumbiendo a la idiotización del pensamiento único y dejando todas nuestras decisiones en manos de los medios que el poder utiliza para entretenernos y confundirnos, anulando nuestra capacidad de crítica y discernimiento.

Decía Huxley en “Un mundo feliz” que la experiencia, como fuente de conocimiento, no es solo lo que te sucede sino lo que haces con lo que te sucede.

 Esa sociedad que nos vuelve conformistas y que nos transforma en autómatas, dóciles a un poder que aunque nos pertenece por derecho no nos representa, abusa de estos mecanismos que nos conducen a la falsa creencia de que el tiempo acaba por arreglarlo todo, por curarlo todo, pero el tiempo solo nos acerca a la muerte y, a fin de cuentas, la muerte no es nuestra mayor pérdida; nuestra mayor pérdida es lo que muere dentro de nosotros mientras estamos vivos. Junto a la conciencia y la dignidad, nos han robado la estima y ahora estamos perdidos en medio de tanta palabrería hueca.

Para Ortega y Gasset, una buena parte de los hombres no tiene más vida interior que la de sus palabras y sus sentimientos se reducen por tanto a una existencia oral.

No tenemos más remedio que pasar cuanto antes a la acción del cambio.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas