Una visión espeluznante

Una visión espeluznante

POR JOSE ANTONIO MARTINEZ ROJAS
El pasado sábado asistimos al sepelio de la bondadosa señora, doña Celia Castro Pérez, quién fuera nuestra vecina de la casita de campo que habíamos construido en el Reparto María Estela en Monte Adentro, La Caleta de Boca Chica, urbanización que fuera propulsada por el emprendedor don José María Aponte, propietario de Cal Perla, ubicada en el mismo reparto.

Después del huracán David que maltrató en buena parte nuestra casita, nos desencantamos de ella por los destrozos causados por la furia de los vientos. Por eso, permitimos que una señora de escasos recursos se instalara provisionalmente en la misma, ya que ella había perdido totalmente su vivienda. Nunca supimos que esa señora tenía un hijo drogadicto que la amenazaba constantemente y quién sin ella saberlo, dispuso la venta y el desmantelamiento de nuestra casita, la cual fue transportada en dos patanas y vendida en los alrededores del estadio de La Normal en Santo Domingo. Doña Celia nos avisó, pero fue muy tarde para evitar este vandálico acto.

Con el correr del tiempo aconteció, que su esposo oriundo de Antigua y Barbuda y que la había abandonado con sus cuatro hijos, falleció en esa isla caribeña. Ella buscó al licenciado César de Castro, el abogado de la familia quién le recomendó que ese era un caso de derecho internacional y que la persona más indicada era su vecino, en este caso, nosotros. Entablamos entonces una compenetración mayor y tuvimos que efectuar más de veinte viajes a esa pequeña isla. Allí pudimos descubrir al demandar la partición de los bienes relictos, que este señor había contraído matrimonio con una lugareña sin haberse divorciado de la esposa abandonada en Dominicana. Enseguida argumentamos que el derecho que debería aplicarse en este caso era el dominicano, ya que el matrimonio se había efectuado en Santo Domingo. Este fue aceptado por el tribunal y se nos pidió llevar traducido legalmente la parte del Código Civil referente al régimen matrimonial lo cual nosotros hicimos para ser presentado en la audiencia siguiente. Los jueces determinaron que se trataba de un caso de bigamia y nuestra patrocinada obtuvo ganancia de causa.

Años después, una hija la llevó a vivir a los Estados Unidos de América. Allí, el pasado mes de julio sufrió un ataque de apoplejía cerebral, falleciendo el día 16 en la ciudad de Tampa. Increíblemente y por el cumplimiento de trámites legales y consular, su cadáver llegó a nuestro país el día 7 de agosto, dándosele sepultura en el cementerio de Jubey, localidad próxima a Boca Chica y su cementerio oficial.

Al finalizar las palabras de despedida, vimos con horror como con un pico y una mandaría, los familiares procedieron a darle picazcos y mandarriazos al ataúd metálico en el cual había sido trasladado su cuerpo desde los Estados Unidos de América. Ante este acto para nosotros de salvajismo, indagamos el por qué de esa acción. Nos expresaron, que como este es un camposanto desprovisto de vigilancia, había que destrozar la caja para evitar que sacrílegos violaran la lápida, se robaran la caja y dejaran tirado el cadáver. Dicho acto fue realizado para que los sepultureros corrieran la voz que la valiosa caja había sido dañada y no podría ser vendida.

En la misma escena del enterramiento se encontraba nuestro amigo Juan de la Rosa, quién el año pasado había pasado por la gran pena de perder a su hijo en un accidente de tránsito en Puerto Rico y nos expresó que el tuvo que hacer lo mismo en el cementerio de La Romana, para evitar que los violadores de tumbas se robasen la de su hijo. También, cuando murió su madre, hizo lo propio en el cementerio de Montecristi.

Hasta donde ha llegado la degradación cívica y moral de nuestro país, en donde ya no hay garantía ni siquiera para el descanso final de los difuntos. No basta con los robos de cables eléctricos y de teléfonos, tapas de hidrantes y cisternas, vehículos de motor, casa y comercios, asaltos y secuestros, raterismo y ajustes de cuentas por puestos de drogas, desfalcos en bancos y quiebras fraudulentas de financieras y negociados de vehículos. Sólo esto faltaba. En este entierro alguien dijo: «¡Qué falta hace un Trujillo!»

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