FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Lidia miró su reloj de pulsera; al llegar lo había puesto sobre la mesita de noche; eran casi las diez de la mañana. – ¡Dios mío, quien estará tocando a esta hora! Se levantó de la cama de un salto y corrió hacia la puerta. – ¡Azuceno! ¿Qué haces aquí? ¿Quién te dijo que yo estaba en La Habana?
¡Nadie podía saberlo! Llegué anoche, muy tarde, cuando todos dormían. Azuceno, no lo vas a creer, pero me acosté con esta ropa por el cansancio del viaje. ¡Me has dado un susto tremendo! Al entrar he visto que me han robado la bicicleta; no sé que ha pasado aquí en lo que estuve fuera. – No, Lidia, yo he cogido tu bicicleta. Vine anteayer con Anacleto y desarmamos el candado. Hay una nueva ordenanza municipal que prohíbe dejar bicicletas encadenadas fuera de la casa. Deben colgarse dentro de las habitaciones. Como no podía abrir tu puerta, preferí llevármela; no te han robado nada; la bicicleta la tengo yo y el candado está bueno. Anacleto lo arregló perfectamente; ya sabes, es un artista habanero de la mecánica y la cerrajería.
– ¿A qué viniste, entonces, si sabias que yo estaba en la otra punta de Cuba? – Pensé que volverías de un momento a otro; Pimpollo fue a la cafetería. Me dijo que el húngaro lo había dejado plantado. «Ese Ladislao prefirió irse en autobús y pasar un día casi entero rodando. No quiso montarse en mi máquina. A él no le tengo tirria; pero esa mulata debió ayudar a un cubano a ganarse la vida». Dijo que «por un blanco» tu habías despreciado a un negro. ¡Habló tantas cosas, Lidia! «Yo haré volver a esa mulata renegada». Me contó que fue a consultar al babalao de tu familia. Etanislao recibió a Pimpollo con los ojos casi cerrados por un medicamento grasoso. – Te estaba esperando desde anoche, le dijo; quiero que sepas que te ha convenido no viajar con Lidia y el húngaro. Un accidente terrible te hubiera tocado tan pronto entraras en Palma Soriano. La mala suerte no la ponías tú sólo. Se trata del magnetismo negativo de los tres juntos; ustedes tienen sudores contradictorios. – ¿Azuceno, el mismo Pimpollo te explicó todo eso? – Sí, así es, te lo juro. Por eso he venido a tu casa.
– Es más, Lidia, dio a entender que iría a la fábrica de uniformes para aguarte las vacaciones con el jefe de grupo. – Eres un lengüalarga y también un amor. Me has aclarado la mente, ¡Tenía un lío en la cabeza! Ese bandido sinvergüenza cree que puede doblegar a una mujer como yo. ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Es un perro sarnoso! – Lidia, el babalao le dijo a Pimpollo que tú y Ladislao serían felices; lo había visto reflejado en un espejo esférico. – Oye, Azuceno, yo soy una mujer de experiencia; y no soy bruta; además, estoy hecha de una sola pieza; tu bien sabes que no he querido ser bailarina profesional. No sirvo para la prostitución; no me acuesto con cualquier hombre. Pimpollo se propasa conmigo cada vez que me ve; hace gestos vulgares con las manos y la boca. Ladislao es un extranjero al que se le pasan algunas cosas que no comprende bien de los cubanos; pero es un hombre muy inteligente; y tiene decencia, cosa que nunca tendrá Pimpollo. Son dos seres completamente distintos. Azuceno, yo acostumbro esperar a que Ladislao esté dormido para acechar la expresión de su cara; él duerme sonreído. ¿Sabes por qué? Porque es un amante satisfecho. Ninguna mujer observadora se equivoca con los sentimientos de un hombre después de haberlo tratado cierto tiempo. ¡Estoy segura de eso; yo le gusto que se acabó! No tengo que contarte cómo empezó mi relación con Caracuadrada, pues tu lo sabes hace mucho.
– El único problema con él es la gente que dejó en Europa. No está acostumbrado al relajo; no le gusta perder el tiempo en zoquetadas. Es un hombre serio. A veces me da miedo verlo ido, alelado, pensando lejos; lejos de mí y lejos de Cuba, como si viviera por momentos en un mundo de muertos y recuerdos. Aunque te aperruches con un hombre no te es posible enjaular su alma. No puedo borrar su historia, su vida anterior, la manera de ver las cosas que él trajo de Hungría. En realidad, este es un tiempo triste para tu hermana Lidia Portuondo. Lo digo delante de ti porque acabo de sufrir un golpón en Santiago de Cuba; pero debo informarte que Ladislao y yo fuimos juntos al santuario de la Virgen del Cobre.
– Escúchame atentamente, Azuceno: Pimpollo es un perverso, rencoroso y despechado; él sabe que la gente como tu quiere irse de Cuba; es natural que no quieras ir a parar a un campo de trabajo, ni a una clínica de rehabilitación. Pimpollo supone que para salir de Cuba necesitarás la ayuda de un extranjero. El extranjero más próximo es Ladislao, puesto que anda conmigo. Él nos ha visto en la calle, a pie y en bicicleta. Yo creí que Pimpollo era el chofer apropiado para viajar a Santiago. Hasta una pelea tuve con Ladislao por ese motivo, antes de trasladarnos a Bayamo. El húngaro tenía razón. No te dejes envolver por las intrigas de Pimpollo. Quiere hacer daño a Ladislao para vengarse de mí. Y si logra que lo expulsen de Cuba, tú también sufrirás las consecuencias. La Habana, 1993.
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