Unas puntualizaciones

Unas puntualizaciones

R. A. FONT BERNARD
Nada extraño ha de ser que en los llamados países del tercer mundo, entre los que como “Estado fallido figura el nuestro, los aspirantes al desempeño de los empleos públicos electivos ofrezcan como un punto básico de sus programas de gobierno, la eliminación del hambre y la miseria. Una oferta, anticipadamente calificable como demagogia, pero no tiene un poder impactante en los segmentos ciudadanos, que son paradójicamente, los que eligen a los que a la postre serán sus mandantes. Y es lo que justifica, el caso particular de nuestro país, que la mentada soberanía del pueblo, valga, como se ha dicho, menos que un pedazo de papel.

Secularmente, ha sido la llamada “clase gobernante” la que interesadamente se ha constituido, en la celestina de los intereses extranjeros, la que ha modificado la Constitución de la República cuantas veces ha sido conveniente a sus propósitos y a la que, cuando se entera que los de abajo están dispuestos a moverse, les deja “caer la arepita” de la que se hablaba en los tiempos coloniales.

En nuestro país, la fecha del 27 de febrero está dotada de alto simbolismo histórico. Fue el 27 de Febrero del 1844 cuando el pueblo llano decidió nuestra separación de Haití. Y desde entonces. La nueva nación llamada República Dominicana se inició hipotéticamente como un estado libre independiente. Y en cada aniversario de aquel acontecimiento, las autoridades oficiales asumen una disposición retórica para conmemorarla. Y hay regocijó popular, y se formulan los programas de festejos, para que el pueblo se considere oficialmente autorizado para festejar correlativamente, en los planteles escolares, se evocan los nombres de los patricios, enfatizandose que aquellos antepasados sacrificaron sus bienes y sus vidas, para que nosotros, a los dominicanos del presente, los profesionales de la política se les ocurra, cada cierto tiempo, ofrecerles la liberación del hambre y la miseria.

Todo eso esta bien, y así debe ser. Pero, cumplidos ya ciento sesenta y dos años de aquel acontecimiento histórico, el pueblo llano permanece aún esclavos de la más ominosa de las esclavitudes, la esclavitud de la ignorancia. Y es como tal, el pueblo semialfabetizado, el que cada cuatro años, conforme lo dispone la llamada “clase gobernante”, vota para elegir sus dirigentes, sin saber ciertamente por qué vota.

En ciento sesenta y dos años de indeficiente formación educativa no se ha logrado la formación de una generación, social y políticamente consciente de sus deberes y derechos constitucionales.

Lamentablemente, nadie asumió la tarea de educar al pueblo, para que tras protagonizar la hazaña de la separación de Haití se considerase a si mismo como el protagonista de la Independencia Nacional.

Por ello, la separación de Haití fue la ruptura de una situación de dependencia política, que al presente, no ha logrado aún el “Estado de felicidad”, cuya búsqueda fue reclamada por los Padres Fundadores de la nacionalidad norteamericana. Voluntariamente corremos el riesgo de que se nos califique como irreverente, pero como está confirmado, no hubo uno solo, entre los patricios del 1844, que tuviese el impulso de ofrecer su determinación de morir “pegado al último tronco, y al último peleador” conforme fue la decisión de José Martí, al caer en Dos Ríos, con el pecho perforado por las balas de los soldados españoles.

En los cientos sesenta y dos años, ya transcurridos desde entonces, partiendo del artículo 210 del texto constitucional del año 1844, hemos vivido oscilando, como un péndulo sin peso y sin masa, entre las frustraciones del ideal democrático, con todo su repertorio de deberes y derechos y el filo del sable cuartelario. Y como telón de fondo, disimulado o no, la permanente gravitación de la influencia Imperial. Félix María Ruiz murió en un remoto paraje de la frontera de Venezuela con Colombia, tras un voluntario exilio que se prolongó por más de veinte años; Juan Nepomuceno Ravelo murió en Cuba, afiliado a la causa de España; José María Serra murió en Puerto Rico, y Benito González no se sabe dónde murió. Todos, como lo señaló un notable historiador, “vencidos, sin energía para sustentar los ideales de la sociedad patriótica La Trinitaria”.

Fue necesario que un extranjero llamado Eugenio María de Hostos, llegado al país en el año 1879, proclamase en sus pláticas con la juventud que se levantaba a la sombra de su magisterio en las postrimerías del siglo XIX, que “civilizarse no es más que elevarse en la escala de la racionalidad humana”.

En la actualidad, cuando escuchamos las ofertas de un mentado “cambio generacional”, caemos en la consideración de que leemos las proclamas justificativas de los desordenes seudo revolucionarios de antaño; “Nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos”. Y desde luego, nuevas modificaciones constitucionales tendientes a justificar un desarrollo social, en el que viajan más náufragos que navegantes.

Con nuevas retóricas, y con sofisticados mensajes publicitarios, los oficiantes de los cambios generacionales, no han logrado convencer de que más que palabras, lo que se necesita es alguien que no intente ganar indulgencias con escapularios prestados. Que demuestre sí, que en el país no habrá pastel para nadie, mientras haya un solo dominicano que se acueste sin llevarse a la boca un pedazo de pan.

Desde sus orígenes, el nuestro ha sido un país poblado por pesimistas y angustiados. En lo futuro podría devenir en un país de frustrados, si quienes tienen en sus manos el poder olvidan que en países como el nuestro, -el de más baja moral política a nivel continental, como lo sentenció el profesor Juan Bosch, juntamente con la prudencia, hay que ejercer a plenitud la autoridad.

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