Urbanas
…y la muerte se hace  arte…

<STRONG>Urbanas<BR></STRONG>…y la muerte se hace  arte…

Noviembre es el mes de los muertos. Esto, claro está, es un ingenuo decir, pues está comprobado que cada segundo es de la muerte. Digamos que el mes once del calendario judeocristiano es el que nos desentierra nuestra conexión con lo que sucede después. Este mes nos llenamos de seres que se han ido. Barremos tumbas. Cambiamos flores. En fin, nos entregamos materialmente a los que se han ido para no regresar sino en pensamientos y sueños.

Todo el que vive morirá. Esta frase, tan perogrullesca como que el agua es mojada, debería ser la máxima por excelencia en el ser humano. Sin embargo, hombres y mujeres nos pasamos la existencia aplicando la inteligencia para evadir esta realidad. Intentamos hacernos los locos con la muerte. Hasta creamos una imaginería diseñada para sacarle los pies a la vieja Parca. Armamos todo un arte, basado en la descomposición del cuerpo y la ausencia del alma, para justificar nuestro rechazo ante este estado de la existencia. Los zombies, los horribles esqueletos y la carne agusanada son apenas tres expresiones estéticas que hemos forjado para asquerosear el tránsito al más allá. Sin embargo, por más que brinquemos y saltemos, por más que nos repitamos que la muerte es algo que siempre le sucede a los otros y que, el día que nos toque, quizás ni nos demos cuenta, cada cierto tiempo nos traiciona nuestro conocimiento interior de la cesación de la vida.

Noviembre es sin dudas ese tiempo en que concentramos el arte cotidiano hacia los muertos. Porque existe en el ser humano, más allá de su fallido intento de olvidos, una labor estética, cotidiana, näive, en torno a los difuntos. Varios objetos y productos intelectuales dan testimonio de este quehacer que, más que de la inteligencia, proviene del alma. Estas expresiones, configuradas en expresiones del arte, contienen el dolor y el cariño de los vivos hacia los muertos. En este caso no nos referiremos al arte, a menudo plagado de emociones falsificadas, de la persona que aprende unas técnicas y, tras tomar como tema la muerte, produce obras que persiguen el aplauso. Nos detendremos en esas expresiones naturales de la gente ante los seres que se han ido, en esas expresiones puras que revelan lo más recóndito del sentimiento.

La primera manifestación estética que se nos ocurre es la del pensamiento escrito. No hablamos del epitafio de genios como Edgard Lee Master, que se inventan sus muertos para grabar en ellos su habilidad literaria; ni de pensadores como los Padres de la Iglesia, tan versados en el tema del fallecimiento. Hablamos de la frase de profundo amor que a menudo brota del cariño de familiares o amigos del difunto. Los que se han dedicado horas a leer con detenimiento las lápidas de los cementerios, pueden dar testimonios de esta literatura desgarrada. Cuesta mucho colocarse en la posición de esa persona que, cual adelantado en medio de una mar tempestuosa, se toma la triste responsabilidad de plasmar en unas cuantas palabras todo el dolor de un grupo. Uno se imagina a esta persona terriblemente sola, con la vida y la muerte como único horizonte, sin alardes literarios, cazando en el fondo de su corazón ese conjunto de letras que serán quizás ya las únicas, fijando esas escasas vocales y consonantes con las que debe detener el volcán de significados que, para expresar lo que se siente por el difunto, amenaza con no extinguirse jamás.

Y no podemos pasar por alto al doliente que toma la árida tarea de ir donde el artista que preparará la lápida, sea en mármol, granito o simple pincel. Amén de si ha escogido o no la frase, deberá conectar con los sentimientos propios y de los demás para indicar un tipo de letra y a lo mejor una rosa o un ángel que de alguna manera sea extensión del difunto. Este entristecido contratista de la fugacidad, siempre cabizbajo, deberá marcar los tiempos de la obra, el precio y luego, con una aprobación apagada, mostrar satisfacción por la obra.

Las manualidades domésticas surgen en el panorama. Alguien muy cercano se armará de valor para maquillar el rostro, elegir la ropa con que se recordará al difunto para siempre, peinarle como si estuviera vivo y se alistara para ir a su última fiesta. Y el diseño de interiores también está presente. Algunas, a menudo mujeres, limpian la casa y preparan el altar con los elementos más sentidos y hermosos con los que pueden proyectar la memoria de quien ha quedado en el cementerio. En esta rama del diseño, también encontraremos a los responsables de adornar la tumba con flores, imágenes, cintas. Y junto a estos están quienes preparan con especial cuidado los recordatorios y los regalitos que se obsequiarán en el novenario o en el “cabo de año”.

Todo este arte se ejecuta con un profundo amor. Por supuesto, las funerarias se encargan también de esta clase de cuidados. Pero en este artículo, justamente, no hablamos de artistas que falsifican el sentimiento, sino de los casos, muy numerosos, en que los seres queridos son quienes se ocupan de preparar a ese que se les ha ido.

Nos hemos detenido a observar las más delicadas y profundas expresiones del arte fugaz que es capaz de producir el ser humano. Esas bellas labores estéticas inspiradas en el más allá que, sin pretensiones artísticas de eternidad, nos comunican con lo que jamás deberá quedarse en el olvido.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas