Las aceras de nuestro país son una línea quebrada. Estamos tan acostumbrados a esta realidad, que nos parece normal caminar por el borde de la calle como si fuera por una escalera horizontal a la que, de cuando en vez, falta algún peldaño.
No me había percatado de esta característica del espacio urbano dominicano sino hasta detenerme en un fragmento de la novela La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa. La protagonista si mal no recuerdo la caminante era ella se desplazaba por las calles de Santo Domingo luego de muchos años de ausencia, mientras notaba la mezcla de los ruidos y los olores que asaltan, realmente, de manera continua a los transeúntes; mientras oía y olía, iba atenta porque en cualquier momento la acera cambiaba su estructura, lo que le podía causar una caída.
En efecto nuestras aceras están deformadas de esa manera. Son diversos las motivaciones que provocan esta discontinuidad en la calzada. Veamos algunas. La del padre de familia que, para sustentar su derecho de dar de comer a los hijos, se roba una tapa de metálica del sistema cloacal, deja un hoyo que puede engullir por completo a cualquier cristiano de a pie.
La del vecino que decide conectarse a su manera a la cloaca, parte el cemento de la acera para meter un tubo y deja una cicatriz de tierra, irregular, perpendicular al camino. La del constructor que decide, según su criterio del ornato, destruir el pedazo de calzada de su frente para reconstruirla a su manera, a veces utilizando materiales como hormigón estampado o mosaicos de cerámica que hacen peligrosa la travesía pedestre. La del sujeto que la desnivela para construir una entrada de vehículo hacia la marquesina. La del barbarazo que decide apropiarse formalmente de su parte, delimitándola con pilotillos y cadenas.
Recientemente conversaba con mi amigo Joel Martínez, arquitecto con amplia experiencia en planeamiento urbano, quien me confirmaba que las aceras son parte del espacio público, no personal, y que están a cargo de los ayuntamientos. Joel me recordaba cómo la gente también se apropia de estos lugares de las formas más pintorescas. Así es. Sobre todo en los barrios, la acera se convierte en una extensión de la mejora.
Hay quienes les construyen jardineras, colocan piscinas de agua o instalan mesas de dominó; en el caso de los comerciantes, fijan jaulas de hierro con botellones de agua o realizan exhibiciones de muebles o motocicletas.
En todos estos casos, el peatón ve dificultada su libertad de tránsito, al tener que bajarse a la calle en medio de los automóviles para seguir su trayecto. Quienes transforman o invaden este espacio público, le pasan el rolo al derecho de los demás y, con su acción, a menudo demuestran un menosprecio al prójimo pedestre. Para colmo, ningún transgresor de aceras se hace responsable en caso de que un peatón se accidente por causa de la obstrucción que aquel ha provocado en el camino.
Probablemente esta actitud de apropiación personal del espacio de todos tuvo su origen hace unas dos o tres décadas, con la presión definitiva de la inmigración del campo a la ciudad y la consecuente necesidad de construcción de nuevas edificaciones, movimiento que coincide con un desgaste de las instituciones públicas que deben regular el entorno urbano.
En este esquema en que cada quien construye en buena medida según sus normas, para adentro, para arriba y para abajo, las aceras, que son de todos y, al parecer, de nadie, han sido víctimas de la invasión desconsiderada.
Nosotros que nos las pasamos copiando de los otros países y que nos la damos tanto de ser ciudadanos globales, deberíamos tener en cuanta que esa costumbre bizarra de obstruir y colonizar las aceras no son universales. En ciudades como Nueva York o Madrid el espacio público se respeta con un sentido de respeto y equidad. En aquellas ciudades, por el contrario, los vecinos o dueños de edificaciones están obligados a garantizar la fluidez del transeúntes por esos lugares, manteniéndolos libres de obstrucciones que dificulten el tránsito del peatón. En algún momento debemos empezar a deconstruir esa tendencia a apropiarnos del espacio que no nos pertenece sino en tanto nos pertenece en sociedad con los demás.