La educación dominicana, y en particular la pública, necesita recuperarse en el menor tiempo posible de dos flagelos recientes: del estrago causado por la pandemia a los programas de instrucción presencial que las clases a distancia no mitigaron, y de la demostrada incapacidad sistémica de invertir productivamente el 4% para elevar los aprendizajes de su bajísimos rendimientos.
Hiere la sensibilidad de muchos ciudadanos la actitud del liderazgo magisterial negado a someterse a la urgencia de ir llenando con presteza los sensibles déficits de formación escolar de una masa estudiantil mayormente pobre. Se resistieron a que las labores en aulas duraran hasta la víspera exacta de las vacaciones navideñas, que es el 23 de diciembre, como lo fue alguna vez antes de que las escuelas a las que mandan sus hijos los padres de menores ingresos quedaran entre las de más bajas calificaciones del hemisferio.
Puede leer: Sin más opción que reponer barreras a virus y vectores
Rebelados contra siete días más de presencia en las aulas, las prioridades de descanso y asueto de los maestros (que han sido de los pocos beneficiarios del mayor presupuesto educativo) han pesado más que la suerte del estudiantado desvalido a la hora de fijar posición ante la directriz de intención pedagógica y menor perjuicio del Consejo Nacional de Educación colegiado y representativo dado a salvar la función docente de unilateralidades insensatas. El principio de autoridad debe prevalecer y se lamenta que la premura por vaciar planteles triunfara parcialmente. Algo de daño queda.