Sin recursos legales para legitimar desde este mes su retención del poder en Venezuela, el presidente Nicolás Maduro y su ente partidario han desoído emplazamientos de su propia nación y de la comunidad internacional retándolos a documentar su autoproclamación como triunfadores de las elecciones de julio último al tiempo de desafiar certificaciones de que en realidad resultaron derrotados. Se aferran al poder intensificando persecuciones a opositores, llenando las cárceles de ellos en un principio; recurriendo a la denigración a quienes desde su propio país y el exterior hacen resistencia a su uso de botas y bayonetas contra la expresión de la voluntad popular del pueblo de Simón Bolívar. Pretenden quedarse en el Palacio de Miraflores de la ahora ensombrecida Caracas pasando por encima del resultado real de las elecciones de julio pasado; atestiguado por el Centro Carter y demás misiones de observación electoral externas de igual reputación y que presenciaron los sufragios incluyendo las afines a sus concepciones.
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Su atropello les tiene distanciados, cuando no firmemente repudiados, de los liderazgos respetables del socialismo democrático de América Latina: Inacio Lula da Silva, Pepe Mujica, Gustavo Petro y Gabriel Boric. Su marcha contra la razón y la justicia está demostrada en un mundo que supera progresivamente el modo de dominación ciudadana de otras épocas de cuyas primeras señales han huido en los últimos años más de siete millones de venezolanos. Venezuela: la mayor riqueza petrolera del mundo, tiene a su economía en decadencia. Ante los ojos de media humanidad, Nicolás Maduro y sus asociados lo que hacen es tratar de arrebatar lo que no lograron en buena lid, poniendo en evidencia que su aceptación de la libertad de sufragios era “provisional”, hasta el momento en que el electorado se pronunciara a favor del cambio. Hoy son reos de la condenación de la historia de la que no los salva nadie.