Hay algo que tenemos incorporado como padres. No importa si somos primerizos o ya tenemos una familia formada. Sin cuestionarnos, sin chistar, sin desencadenar una polémica, tan pronto nacen nuestros hijos, nos aseguramos que tengan todas sus vacunas al día.
Junto a sus actas de nacimiento, guardamos con igual recelo sus tarjetas de vacunas. Son sagradas y están a salvo de la curiosidad de los más pequeños. Las guardamos como hueso santo.
Es un acto de amor y de responsabilidad con el cual no fallamos porque sabemos las terribles consecuencias de no tenerles protegidos contra dolorosas infecciones, muchas de ellas que dejan secuelas de por vida.
UNICEF indica que a nivel mundial más de 1.5 millones de niños y niñas mueren cada año por enfermedades que pudieron prevenirse gracias a las vacunas, por esto millones de padres y madres se apegan al programa de vacunas pautado por cada país, para protegerles y prevenir potenciales enfermedades futuras.
Por eso se considera – a la inmunización de los niños – como una de las intervenciones de características sanitarias más relevantes y exitosas del siglo XX.
Es importante saber porque las personas mueren al exponerse en aras de mejorar su calidad de vida, pero no tenemos que esperar a que esto ocurra para tomar medidas al respecto, mejorarla o prevenir que empeoren y eso justo lo hacen las vacunas, la vacuna contra el COVID-19, por ejemplo.
Entonces, si tenemos la posibilidad de vacunarnos, ¿porque nos resistimos? A pesar de los adelantos, de la tecnología, de tener a toda una comunidad científica trabajando día y noche por lograr contrarrestar una de las enfermedades que más muertes ha causado en el último tiempo, aún dudamos en ser parte de la solución y del freno de esta enfermedad.
Es extraño, pero es así, el 40% de la población adulta dominicana no tiene razones claras, pero declara que no se vacunaría contra el Coronavirus. Es como si de golpe y porrazo el vacunarnos no es más un acto de amor, de cuidado y autocuidado.
Tenemos dos posibles alternativas, ser parte de las tristes estadísticas o convertirnos en verdaderos defensores de la vida, de la salud de los nuestros y en especial de las presentes y futuras generaciones.
Yo sin dudas elijo la segunda.