El tema de los valores ha tomado gran relevancia. Hoy una abrumadora cantidad de actores sociales lo han integrado a sus discursos. Su importancia es indiscutible y hay quienes sostienen que los pueblos son los valores que practican.
Muchos, para explicar varios de los serios problemas que nos abaten como sociedad, recurren a las fórmulas pérdidas o inversión de valores y crisis de valores. Nosotros preferiríamos hablar de conflictos de valores, conflictos entre valores de signos distintos.
En torno al discurso de los valores hay dos delimitadas orientaciones. Una, que al proclamar la pérdida de valores en nuestra sociedad parece reivindicar con nostalgia la vuelta a valores que propondrían una obediencia ciega de los hijos a los padres, una sumisión estricta de los estudiantes a sus profesores, una subordinación de la mujer al hombre o un dominio inapelable de los empleadores sobre sus trabajadores.
En esta tesitura se encuentran quienes llegan a afirmar que la juventud de hoy no tiene valores. Esta afirmación no es correcta, y si lo fuera debería llevarnos a preguntar sobre los responsables, a preguntarnos sobre las causas que originan una sociedad con jóvenes moldeados a esa hechura.
Otra orientación sobre los valores es la que reclama el respeto al otro, el respeto a los deberes, y a los derechos del ser humano, que proclama la hermandad, que reivindica el supremo valor de la justicia en una sociedad con pecado de inequidad extrema. Una orientación que cultiva la responsabilidad y que demanda la honradez, en un país en que los déficit éticos y la corrupción amenazan con derrumbarlo.
Este discurso para plasmarse confronta serias dificultades, pues marcha contra corriente. Marcha así si observamos los valores que dominan en nuestra sociedad en la práctica, y si vemos los rampantes valores que transmiten con su conducta la mayoría de nuestros líderes, dirigentes y funcionarios.
Para la educación en valores es fundamental lo que se hace, no sólo lo que se dice.