Vámonos tirando tiros

Vámonos tirando tiros

Advertida sin disimulo por los signos inequívocos de la vejez, mi generación camina inexorable hacia el epílogo existencial. La queja infausta, inútil y tanguera, que suele devenir en la razón de ser de algunos de mis coetáneos, es la peor estrategia para enfrentar lo inevitable. El desgaste de los años no puede no ser, por tanto, debemos buscarle la vuelta.

La nostalgia deprimente, la contabilización de dolencias, las lamentaciones; el refunfuñar avinagrado sobre el mundo que nos rodea -porquería intolerable desbordante de jóvenes mamarrachos llenos de tatuajes, brincando disonantes y copulando con la indiferencia de quien se mastica un chicle chateando entre beso y beso – no sirve para nada. Es un ejercicio inútil de mortificación.

Dejémonos de lloriqueos y, por favor, de mandar esos correos que hacen mofa de nuestro estatus cronológico. A mí, mejor que me escriba mi pana Enrique explicándome su fascinación por las suecas sin reparar en los numerales de su biografía; Américo planificando proyectos fotográficos; Thimo Pimentel anunciando su nueva exposición; Luis Arthur fascinado por las terapias magnéticas. De vez en cuando, Renato me llama mientras corre ejercitándose por la playa. Son todos titanes septuagenarios que despejan a manotazos vitales las brumas geriátricas.

¿Acaso pasaremos el tiempo que nos queda como “Quintín el amargao,” obsesionados con la erección de los mozalbetes, la desgracia de las computadoras; o jirimiqueando cada vez que escuchamos las infernales disonancia de los raperos? ¿Insistiremos en seguir contando arrugas y escuchando los chirridos provenientes de las articulaciones? ¿Saldremos en pánico a sometemos al tru tru del cirujano plástico? Que no, que no. Escribamos el epílogo de otra manera.

Sin pretender fundir generaciones ni ofrecer recetas rejuvenecedoras, lo que sugiero es un envejecimiento digno buscando nuevas opciones. Sin resabios ni amarguras, capturemos, donde quiera que se encuentren, esos atisbos de esperanzas y optimismo que revolotean constantemente a nuestro alrededor sin dejar que se nos escapen.

Busquemos a los jóvenes, tienen mucho que enseñarnos de esta época y de la gente de ahora. No hay que apartarse de ellos resabiando desde una mecedora; miren que no todos andan deformados por el consumismo ni envilecidos por la corrupción. Merecen que les contemos nuestros errores y nuestras culpas por haberles dejado el país a cargo de pandillas políticas degradadas entre la inmediatez y la intrascendencia. Mucho más de lo que imaginamos, estas nuevas generaciones quieren adecentar el país y mejorar el futuro.

Dejémonos de monsergas, que todavía no agonizamos. Cuando llegue el momento, vámonos tirando tiros, como esos vaqueros en duelo del viejo oeste americano.

Mi madre, filósofa “ad vitam”, a sus noventa y uno, suele decir: “Si amanezco viva, lo voy a pasar muy bien”, y se sobrepone a la marabunta de dolamas que la aquejan. Dice más: “Si me dieran a escoger, habría nacido en esta época, porque la juventud es libre y divertida”. Finalmente, se ríe sin proferir lamentaciones. Agradece un día más viviendo en este tollo cotidiano que todos hemos contribuido a formar pero queremos superar.

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