Variaciones idiomáticas

Variaciones idiomáticas

Si don Miguel de Cervantes resucitase, confrontaría dificultades para entender el habla castellana actual, a la que él le dijo -hace ahora cuatro siglos- categoría universal con la publicación de El Quijote, el año 1614. Desde entonces a la fecha miles de palabras de su época han desaparecido, mientras cada año la Academia de la Lengua Española incorpora decenas de nuevas voces, inclusive muchas que inicialmente fueron calificadas como barbarismos o anglicismos. A propósito de esto nosotros recordamos los afanes «purificadores del idioma» que caracterizaron las investigaciones idiomáticas del doctor Patín Maceo y los de -en su época llamado el «máximo purista»- Arístides García Gómez, cuya obra titulada «De todo un poco» fue considerada en el siglo 19, como una de las más selectas y mejor escritas de nuestra bibliografía.

La lectura del «Diccionario Secreto» del erudito Camilo J. Cela, así como los textos originales de los Cronistas de Indias, nos colocan cara a cara con un idioma castellano desconocido en la actualidad, aún cuando, como lo demostró el autor de «La Colmena», subsisten palabras calificables como obscenas, que cuatro siglos tras estaban dotadas de una significación nada escandalosa. En este sentido, Camilo J. Cela cita la palabra «bofe», con la connotación que le atribuyó Cervantes en su obra titulada «El Rufián Dichoso»: «Tengo los bofes bien puestos y en su sitio», en el sentido que en la actualidad la acreditamos al bravucón, «que los tiene bien puestos».

Cuatro siglos atrás, el «bujarrón», «puto» o «bardaje», era el «gay» o «jet» de la actualidad. Con la constancia de que, en aquella época, a los sodomitas que procedían de Bulgaria se les llamaba «búlgaros» -«bougres» en francés-, y, por derivaciones varias, «bujarrones» en castellano. En el Deuteronomio, capítulo 23, versículo 18, se habla del «salario de un perro», aludiendo a los ingresos del puto masculino, dedicado a la prostitución, generalmente sagrada.

En un «Diccionario del Español Equívoco» se alude a la palabra «carajo» como una interjección que designa ciertos órganos masculinos, sin que se tenga una idea de su significado en determinados países latinoamericanos, entre los que se cita el nuestro. En su «Diario de Bucaramanga», el secretario del Libertador Simón Bolívar, cita que «carajo» era su exclamación favorita. Este, impactado ante los resultados de la Convención de Ocaña, solía referirse a quienes consideraba culpables de la desilusión de la Gran Colombia, como «esos carajos». Sin embargo, esa palabra no figura en las obras de ese desenfadado clásico del idioma que fue don Francisco de Quevedo. En nuestro país, el General Luperón era un insigne «carajeador». En la actualidad, todos los días se crean nuevas palabras, para designar nuevos conocimientos, nuevas actividades, nuevas manifestaciones y nuevas costumbres de las sociedades. Bastará leer, para confirmación de lo expresado, las publicaciones reservadas para los deportes, para las modas, para las ciencias y las artes. La edición del «Pequeño Larousse» del año 2000 sobrepasa en más de trescientas páginas la del 1930. No solo Cervantes sino cualesquiera de nuestros intelectuales del siglo 19 confrontaría dificultades para interpretar la significación de palabras tales como «robot», «antibiótico», «cibernética», «ecología» y otras, reveladoras de los cambios económicos, científicos, políticos y hasta denominadores de la conducta humana, posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

En nuestro país, sometido a las presiones desnacionalizantes, provenientes de culturas extranjeras, las novedades idiomáticas tienen un ritmo cada vez más acelerado. Y a ello contribuye, de manera decisiva, la ignorancia generalizada, fácilmente perceptible en los medios de comunicación social, electrónicos y escritos.

De la misma manera, están desapareciendo aceleradamente, palabras que designaban oficios y ocupaciones ya inexistentes en el país. Citamos como ejemplos ilustrativos las siguientes: «partera», «hojalatero», «barquero», «aguatero», «desollinar» y otras semejantes.

Avanzamos hacia el uso de la lengua cada vez más extranjerizante, como consecuencia de la globalización, y en cierto modo, del auge del turismo. La mayoría de los «sanki-panquis» que se ganan el sustento en los polos turísticos del país, suelen comunicarse con sus clientes mediante la utilización de un lenguaje calificable como dialectual, una mixtura de palabras originarias de los más diversos idiomas.

Aún en las comunidades del interior del país -inclusive en las rurales-, es una experiencia cotidiana escuchar a los lugareños expresándose con palabras extranjeras adaptadas al idioma castellano. Son vocablos importados por los emigrantes que cada año retornan para vacacionar, procedentes no sólo de los Estados Unidos y de Europa, sino además de Asia y del Medio Oriente.

Nuestro Pedro Henríquez Ureña confrontaría dificultades para establecer una conversación en el idioma castellano, en el que él escribió su monumental obra educativa, con alguna Atanailda García de Cevico, por muchos años residente en el Bronx, quien al referirse a la posibilidad de que haya un significativo descenso de temperatura en el mes de diciembre, lo comentaría con la expresión «anglo-cibaeña» de que «va a culear», adaptación de «cool» (frío), inglés.

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