Vaticinio infalibe

Vaticinio infalibe

Esta historia me la relató mi padre cuando yo recorría la ruta de la infancia, y el personaje central era un clase media desempleado.

Faltaban escasos días para la llegada de los Reyes Magos, por lo que este reunió a sus tres hijos, un varón de diez años, una hembra de siete y otro varón de cinco, para que formularan sus peticiones.

-Yo quiero una bicicleta de cambios, para lucirme frente a una muchachita que me gusta, pero que le hace más fiestas a otro muchacho que le presta la suya. Le he lanzado muchos piropos, y hasta le escribí un papelito declarándole mi amor, pero no me hace caso, estoy convencido de que cuando me vea montado en la mía se convertirá en mi novia. Lo sé porque el carajito al que le pela el diente es mucho más feo que yo- expuso el mayor de los varones.

-Vamos a ver si los Reyes te complacen, porque este año andan medio flojos de dinero; además, a veces consideran que los que les piden cosas caras, no las merecen, porque no se han portado bien con sus padres y hermanos, o no han sido estudiantes modelos- dijo el sacudido progenitor, con rostro meditabundo.

-Y yo quiero un velocípedo, una muñeca grande, unos tenis iguales a los que tiene mi prima Romualda, que dice que son de calidad. Ah, como mi cumpleaños está cerca, que me dejen doscientos pesos de regalo, porque estoy sacando buenas notas en el colegio; dicen mis profesores que soy la mejor alumna de mi curso, y eso hay que premiarlo.

Las palabras de su hija enseriaron más aun la cara de aquel hombre que llevaba tres meses sin dar un golpe laboral, lo que se traducía en escasez del vil metal en sus bolsillos.

-Creo- expresó con voz apagada- que como tanto Melchor, como Baltazar y Gaspar, son personas consideradas y justas, me dejarán una buena suma de dinero para que mantenga esta casa mientras consigo trabajo. Seguramente están tristes con la situación que estoy viviendo.

-Papi, ellos van a gastar mucho en ti, y en los juguetes de mis hermanos, así que solamente quiero que me dejen un pitico de cincuenta centavos- dijo el menor de los hijos, y el padre lo abrazó con amplia sonrisa, exclamando emocionado:

-¡Mi hijo querido, tú pitarás!

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