Vehículos mortíferos

Vehículos mortíferos

POR PEDRO GIL ITURBIDES
He convertido en hábito el hacer sonar la bocina del vehículo al llegar a muchas intersecciones, en la capital y en otras ciudades del país. Poco más de tres años antes, el semáforo en el cruce de las avenidas Luperón y San Antón/Gustavo Mejía Ricart, marcaba verde para quienes íbamos en sentido norte/sur y viceversa, por la primera. Pero un taxista que corría en sentido este/oeste por su perpendicular ignoró la señal.

Su prisa le permitía trascender las normas regulatorias del transito vehicular. La colisión no tuvo otras repercusiones que las de afectar los vehículos. Aprendí una lección, empero.

En la República Dominicana, las reglas del tránsito no están hechas para quienes manejamos vehículos en sus calles y carreteras. Ni leyes, ni reglamentos locales, ni normas o disposiciones administrativas son votadas para su observación. Constituyen, apenas, un legajo que dejaremos en heredad para que paleógrafos, historiadores y otros investigadores, determinen en un futuro lejano, cuál era la forma de vida de una especie humana que habitó la isla Hispaniola, de Santo Domingo, Quisqueya, Babeque, Bohío o Haití. Para más nada sirven las mismas.

Porque nacidos para burlarnos de ellas, despreciamos todas las demás. Y no tenemos autoridades que nos enseñen o coaccionen para su observación. Salvo de vez en vez.

En tono de guasa he advertido varias veces que deseo convertirme en motociclista. En vehículos de dos ruedas no he montado sino en escasas oportunidades. De muchacho, en una Rudge que los reyes me pusieron, luego de que mi padre me diese un paseo por el almacén de Ramón Corripio y me pidiera decirle cuál de varias estacionadas, era de mi gusto. Entonces no existían bicicletas de muchachos, y se pasaba del velocípedo o el triciclo a la bicicleta de adulto, de aro 14, con el sillín en su tope menor. Aún así, espero una motocicleta, pues con ella pueden cruzarse las intersecciones sin ningún respeto no ya a las normas del tránsito, sino ni siquiera a la vida humana.

Si no pudiese lograr este sueño de convertirme en motociclista, anhelo ser taxista. Raudos, marchan estos intrépidos señores, dueños de todas las calles, ajenos a la sencilla norma natural de vida que nos habla del respeto a los demás. Calles de dos carriles las tornan de tres o más, pues se intercalan mediante truculencias diversas en las lineas de quienes marchan por ellas, hasta abrir huecos para su satisfacción. Algún día, pues, espero ser taxista.

Confieso que manejo intrépidamente. A lo largo de mi vida como conductor, y cuento en ello luenga experiencia, he sido chocado mientras me encuentro estacionado o en las procesiones de vehículos. Tengo predilección por este último recurso, y, que recuerde, al menos tres vehículos me han sido impactados por choferes que, intentaron pasar por encima de estas filas de vehículos a baja velocidad. De ahí que eluda, siempre que puedo, esos embotellamientos en los que rebosa la ilímite escabrosidad intelectual de que hacemos gala en el país.

Aún así, confieso que me llevan ventaja los taxistas. Porque, aunque prefiero la velocidad y el evadir esas colas de las que guardo ingratos recuerdos, me exijo prudencia. Pero marchando por las calles de Dios contemplo motociclistas y taxistas que a velocidades inciertas violan no solamente las normas escritas sino las propias de la lógica y la razón.

Desde que alguno de ustedes tenga oportunidad, recomiéndenme, pues, en una agencia de taxis.

Pero es sobre todo en el motoconcho en donde quiero engancharme. Si lograse convertirme en motoconchista, rebosaría de satisfacción mi vida y podría decir que he alcanzado la paz y la felicidad eternas. Tengo un amigo que dice que quienes manejan las motocicletas, disputándose huecos entre vehículos, no son motoristas sino muertosahorita. Aún así, espero enlistarme en esa fila de varones ilustres que han logrado hacernos ver que toda forma de organización social es inútil, inapropiada, innecesaria y perecedera.

Por eso, sobre todo en las noches y cuando alcanzo una intersección, entro al cruce con bocinas a todo dar. Pretendo que, en tanto me conceden la gracia máxima de incluirme en la orden de los taxistas o motoconchistas, me salvo si advierto que voy llegando a una intersección. Porque por experiencia sé que no vale que vean el vehículo ¡ellos siempre tienen la velocidad, la sinrazón y la estupidez de su parte! Y después no valen tribunales ni pólizas de seguros. Porque son vehículos mortíferos, hechos para probar que la vida toda es una ruleta rusa.

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