Veloz Maggiolo en la Fundación Corripio

Veloz Maggiolo en la Fundación Corripio

El pasado miércoles tuvimos el privilegio de acoger la puesta en circulación de una nueva edición de la novela “El hombre del acordeón” obra de un narrador, poeta, ensayista e investigador de amplio espectro, que nos asombra con sus testimonios de emocionantes realidades nacionales en un entramado de pasiones.

Existe una historia –la más importante- que, por ser tan íntima, verdadera e inconcesiva, solo puede conocerse a través de las amplitudes de la literatura.

Nunca hubiésemos conocido las realidades del París del siglo diecinueve sin las obras de Víctor Hugo, ni las verdades rusas sin un Tolstoi, un Dostoievski u otros escritores que, en distintos momentos, retrataron su tiempo… con el corazón.

Nos hacía falta una visión amplia de ese asombroso período que se enciende en los años treinta y que, para quienes nacimos en aquella década, resultaba algo marcado de eternidad por la magia de ese dios pagano que todo lo veía, todo lo sabía y todo lo disponía con la peligrosidad de una sonrisa enigmática e infernal.

Marcio, en su presentación del libro del inolvidable amigo Virgilio Díaz Grullón titulado “Anti-nostalgias de un Era” dice: “El infierno en la llamada Era de Trujillo tenía varios zaguanes, numerosas habitaciones y un fracatán de diablos sirvientes que hacían las veces de carceleros y de orientadores. El diablo mayor manejaba las brasas de su caldera desde un solo punto, el Palacio Nacional, y allí convergían los hilos de la vida dominicana, como llegan a las manos del titiritero los alambres o cuerdas de sus simulantes personajes inanimados.”

Si hablo de anti-nostalgia es porque está agazapada, con intentos de ocultación tras hipnóticos años de niñez y juventud. Quienes vivimos aquellas décadas añoramos la poesía de la existencia simple, con reglas claras aunque injustas y crueles. No había que ser rico. La vida era modesta. Si usted no criticaba aquel sistema dictatorial, usted no tenía problemas. Todo estaba controlado por él: apropiaciones de propiedades legítimamente adquiridas, asesinatos, robos, violaciones… todo el tinglado delictivo que se mantenía en escasos susurros y temerosas miradas multidireccionadas.

Era una vida humilde. A pesar de que mi padre tenía una imprenta y publicaba su revista “Cosmopolita”, casi siempre andábamos cortos de dinero. Él tenía dos trajes, ambos de color negro, un par de zapatos, dos camisas y un sombrero.

Cuando se desgastaban los regalaba y compraba otro conjunto. Mi madre, además del atuendo de “entre casa”, tenía un par de vestidos para visitar a sus primas o compañeras de la Escuela Hostosiana. En mi Primera Comunión, todos los niños vestían de blanco. Tengo una foto tomada en el exconvento de los Dominicos. Soy el único con traje oscuro.

No tenía otro en buen estado. Ante el intento de mi madre de que un sastre que fiaba me hiciera un traje blanco, mi padre dijo tajantemente que Jesús no se andaba fijando en pendejadas.

Mi educación fue estrictamente doméstica. Los profesores venían a casa.

No tuve amiguitos ni más contactos que con los amigos de mi padre, distinguidos señores que hablaban de asuntos históricos y culturales sin meterse con Trujillo.

El país era, para mí, algo lejano e intrigante.

Por eso tengo una enorme deuda de gratitud con Marcio Veloz Maggiolo. A través de sus libros, extraordinariamente educativos, he ido conociendo mi país. Son ricos en mecanismos expresivos y dueños de un sentido poético, así como de un sinnúmero de recursos rítmicos y técnicos valientemente apegados a una musicalidad ancha y penetrante.

Me regocijo de tener esta oportunidad de expresar abiertamente mi admiración por tan alto personaje de nuestras letras.

 

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