MIAMI.— Helene Villalonga decidió salir de Venezuela por un tiempo cuando dos hombres, uno de ellos armado con un revólver, aparecieron en su negocio de organización de fiestas y le ordenaron a gritos que dejara de trabajar para políticos locales que se oponían al entonces presidente Hugo Chávez.
Entonces Helene colocó un cartel que decía “cerrado por vacaciones” en la puerta y voló a Miami con sus dos hijos más pequeños. Pensó que serían un par de semanas, pero las cosas no fueron como ella esperaba. Las semanas se convirtieron en meses y luego en años.
Mientras en Venezuela iniciaba una crisis que se profundizaría, Helene y muchos otros compatriotas se arraigaban cada vez más en Estados Unidos. En lo que se ha convertido en un éxodo con implicaciones políticas y demográficas para la nación sudamericana, un creciente número de expatriados venezolanos piensa que tal vez ya nunca volverán a vivir a su país.
“Quisiera volver a la Venezuela que tuve yo, pero esa Venezuela ya no existe”, expresó Helene durante una entrevista en su oficina de Doral, una ciudad al oeste de Miami donde tiene una organización de ayuda a inmigrantes.
“Ya no la voy a ver más”, agregó la mujer que en 2013 trabajó organizando el voto de la diáspora en el exterior.
Se trata de un cambio psicológico y demográfico. Los venezolanos solían venir a Estados Unidos a pasear o estudiar. Hacían compras, visitaban los parques de Disney y luego regresaban a su país. La nación sudamericana tenía una de las economías más prósperas de Latinoamérica. Sin embargo, los que arribaron tras la llegada de Chávez al poder están comenzando a admitir una dura realidad: las condiciones en Venezuela han forzado a muchos a pensar que el futuro está en el extranjero.
“Esto ha llegado tan lejos que nadie se lo imaginaba”, expresó sobre la situación Verónica Huerta, una recepcionista de hotel de 57 años que llegó a Miami en 2003 y se casó con un estadounidense. “Para mi ir a vivir a Venezuela sería muy difícil. Ya tenemos una vida hecha, una familia”.
Para Helene fue un proceso gradual. Los hombres llegaron a su negocio en Valencia, al noroeste de Venezuela, en el 2000. Preguntaron por ella por su nombre y se aseguraron de que supiera que estaban armados. Después que ella salió de su país, su esposo fue atacado en la calle, por lo que decidió unirse al resto de la familia en el sur de la Florida con su hijo mayor.
La situación en Venezuela, mientras tanto, empeoró. Chávez falleció y fue reemplazado por Nicolás Maduro. El autoritarismo se incrementó, la economía cayó en picada y la criminalidad se disparó a una de las tasas más elevadas del mundo. Las condiciones se deterioraron tanto que cientos de miles de personas cruzan la frontera hacia Colombia y Brasil diciendo que no tienen qué comer.
Helene, de 48 años, no volvió más a Venezuela. Ni siquiera para la muerte de su hermano.
Expertos que estudian las tendencias de inmigración en Estados Unidos aseguran que los venezolanos parecen estar siguiendo el mismo camino de los cubanos que huyeron de la revolución en 1959.
“Las primeras camadas de cubanos que arribaron a Estados Unidos cuando Fidel Castro llegó al poder esperaban regresar pronto a Cuba cuando Fidel Castro ya no estuviera en el poder”, expresó Mark Hugo Lopez, director de investigación hispana del Centro de Investigaciones Pew. La historia venezolana “es un eco” de esa experiencia, dijo.
Los venezolanos que vinieron primero a Estados Unidos suelen ser de clase media y alta, a diferencia de los que han huido en meses recientes a Brasil y Colombia. Su salida ha tenido consecuencias económicas en su país. Muchas casas están vacías y los precios de los bienes raíces se han derrumbado, después de haber sido durante años la opción preferida para preservar los activos en medio de un proceso hiperinflacionario.
También hay consecuencias políticas. Los expatriados han representado una pequeña pero influyente fuerza electoral en el pasado. Helene ayudó a movilizar tres autobuses repletos con 180 personas para que votaran en las elecciones presidenciales de 2013 en Nueva Orleans, el lugar más cercano de Miami después que Chávez cerró el consulado para castigar a la comunidad de expatriados, mayoritariamente opositora. Este año no planea hacerlo porque no se siente representada por la oposición y no cree que el proceso electoral sea transparente.
Ahora, en medio de pronósticos que indican que Maduro triunfaría frente a una desanimada y dividida oposición, nadie espera el mismo entusiasmo entre los votantes que viven en el exterior.
“No creo que el voto haga ninguna diferencia en esta oportunidad”, manifestó Elvira Ojeda, una empresaria de 45 años que llegó en 2011. “Perdí la energía, la credibilidad”, dijo la mujer al explicar que esta vez no viajará a votar a su país, a diferencia de lo que hizo en cuatro oportunidades anteriores.
Varias encuestas han mostrado que cerca del 10% del electorado, entre 1 y 2 millones de votantes, vive en el extranjero. El gobierno venezolano dice que sólo unos 100.000 votarán afuera en mayo.
“Si bien el voto de la diáspora es esencial, en esta elección parece que no va a valer nada”, dijo Moisés Rendón, analista de políticas públicas del Centro para Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington. “Hay una frustración del exilio, la misma que tiene la sociedad venezolana, que no ve una salida”.
La población venezolana en Estados Unidos se ha más que duplicado en la última década, desde casi 178.000 en 2006 a más de 366.000 en 2016. Poco más de la mitad vive en la Florida. La gran mayoría –las tres cuartas partes de ellos– llegó a partir del 2000, poco después de que Chávez asumiera la presidencia. Las solicitudes de asilo político se dispararon en 2017 a cerca de 28.000 pedidos, el doble que el año anterior y cinco veces más que en 2015.
En el sur de la Florida los venezolanos se han asentado en pequeñas ciudades como Doral y Weston, donde es común ver negocios y automóviles con banderas amarillas, azules y rojas, o decenas de restaurantes que venden arepas, tequeños y hallacas.
En la última década, los venezolanos han aparecido al tope de la lista de los cinco mayores compradores extranjeros de propiedades en Miami. La Asociación Nacional de Abogados Venezolanos-Americanos también ha crecido: de los diez miembros fundadores que tenía en 2013, cuenta con 200 en la actualidad. Además, la cámara de Comercio Venezolano-Americana ha duplicado sus integrantes en la última década y posee 300 actualmente.
Para Cristina Pocaterra, que llegó a Miami en 1999, “cuanto más tiempo pasa, más difícil es volver”.
Ella arribó por motivos de trabajo, con la esperanza de regresar pronto. En 2003 tuvo gemelas en Miami, en 2014 se naturalizó y ahora ha presentado los trámites para que su madre, de 74 años, pueda convertirse en residente permanente.
“Nos tocó a todos desarrollarnos afuera y buscar otros caminos”, explicó Cristina, una consultora de empresas de 54 años. “Ya no tengo nada material en Venezuela”.
Como ella y Helene hay muchos más. Cansado de la inseguridad de Caracas, un joven que pidió no ser identificado por temor a represalias con su madre que vive en Venezuela, llegó en 2011 a Miami para hacer un posgrado. Pensaba que en cinco años cambiaría el gobierno y el volvería, pero se graduó con una maestría de administración de empresas, consiguió trabajo en finanzas, se convirtió en ciudadano estadounidense y ya no cree regresar. De hecho, este año ni siquiera planea ir de visita.
“La vida se volvió insostenible y son muy pocos los que regresan a Venezuela”, dijo el joven de 30 años mientras miraba fotos de un viaje que hizo a Caracas en 2013 para votar. “¿Qué esperanza hay hoy? No hay ninguna esperanza”.
Aquellos que han elegido permanecer en Estados Unidos se sienten cada vez más arraigados.
Helene y su esposo se convirtieron en ciudadanos estadounidenses. Tuvieron gemelos y un nieto en el sur de la Florida. Su madre viajó para ayudarla con los niños hace diez años, se casó con un estadounidense y se quedó a vivir. Entre sus cinco hijos, dos trabajan, uno estudia en la universidad y los dos menores van al colegio secundario. La única mujer quiere seguir la carrera militar. El esposo tiene una empresa de mudanzas y ella una oficina de ayuda a inmigrantes.
“Yo ya tengo raíces aquí, tengo mi vida hecha aquí”, aseguró.