Ver para creer

Ver para creer

LEO BEATO
Quel chiesa representa lei?- L’stessa- respondí en mi italiano macarrónico.- Ma!…- el hombre me sonrió desconcertado. Era su primer viaje a América y, como Christóphoro Colombo, había querido desandar sus pasos comenzando en el punto primero de su peripatética diáspora. Desde la Hispaniola hasta el resto del Continente. Desde el 1492 hasta el 1979. Desde el número siete (si sumamos las dígitos de ese año) hasta el numero ocho (si sumamos los dígitos del otro).

El siete representa el principio del universo y el ocho el principio de la creación, dos círculos uno encima del otro. Desde la Virgen de la Alta Gracia hasta la Virgen de Guadalupe. Desde Higüey hasta el Tepeyac y a pié. Me había filtrado donde no se me había invitado pues, como cura católico romano entonces, estaba a condenado a verlo a 300 piés de distancia como antes había sido testigo de la visita de Pablo VI al Yankee Stadium en la primavera del 1966, año del gran apagón (the great Blackout) que dejó en tinieblas a Nueva York.

– ¿Deseas conocer a Juan Pablo II?- me preguntó trece años después el presidente de los «Hermanos separados» en Dominicana, frente a frente al Malecón. En New York eran mas de 10,000 estos hermanos, entre rabinos, pastores, ministros y reverendos de dudosa estirpe milenaria. En el Caribe, sin embargo, eran cuatro gatos disfrazados de sacristanes que se podían contar con los dedos de la mano izquierda. Así que mientras en la Gran Manzana me había resignado a ver al gran Montini de Milano, ya convertido en Pablo VI, a la distancia, con un crucifijo mas grande que él y una auto suficiencia que parecía quedarle mas grande aún, en Dominicana me aventuré a estrecharle la mano derecha a Karol Wojtila, su sucesor. En el mismo vórtice donde el Bambino había hecho caminar a los muertos con sus estacazos descomunales de cuatro esquinas y donde Mickey Mantle y Roger Maris, los gemelos dóricos como dos dioses romanos, habían electrizado al mundo, Pablo VI se dirigió al urbe y al orbe citando a Pablo de Tarso. Me pareció que estaba soñando en Manhattan mientras que en Dominicana, la tierra del amor eterno como significa su nombre (la tierra del Señor), me di de bruces con la realidad, pues el hombre besó el pavimento como recitando los versos de Pablo Neruda que brotaban del mismo centro de la tierra.

Nos enfrentamos cara a cara como dos gallos sin espuelas y no se sorprendió de que no le besara su anillo pontificio ni de que no cayera de hinojos a sus piés. Me dirigió una mirada pícara y me dijo al oído y en latín, observando mi cuello romano que casi se me caía del nerviosismo.

– ¡File!.. ¿cur hic? (¡Hijo!..¿por qué aquí?)- me espetó el gran atleta en su acento polaco e indagó con un sentido del humor que hizo parpadear a los hermanos separados que sudaban conmigo la gota gorda en aquel fogón proverbial, a pesar de la unidad de pared que hacía el mal papel de aire acondicionado en un país donde la luz está aún por llegar:

– ¿Per ché, filio mío?- esta vez me habló como el Dante, en puro italiano.

– Su Santidad- riposté como el gato que se había engullido al canario- ¿cree Usted que como cura católico romano iba a poder yo estrecharle la mano como lo estoy haciendo en este instante? Quedé estupefacto ante la mirada atónita de los «hermanos separados», en espera de su bofetada verbal proverbial como hizo después con Ernesto Cardenal en Nicaragua. Sin embargo, ésta nunca llegó. Como Jesús el Cristo hizo con Tomás el Dídimo (mi hermano gemelo) Juan Pablo II me estrechó entre sus brazos dirigiéndome las mismas palabras, no en arameo, sino en latín:

– Credere ut videre (creed para que veais). Juan 20:29..

¡Ver para creer!

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